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Bill cabalga en la línea de sombra del miedo

Surfero y escritor, William Finnegan explora en Años salvajes la ambivalencia peligrosa de la ola

Bill cabalga en la línea de sombra del miedo

En Pequena, Madeira, Bill Finnegan cabalgó sobre una de las olas más grandes que había visto en su vida. Detrás de ella vino otra todavía mayor; que se transformó, según él mismo cuenta, "en un horrible e hirviente muro de espuma que medía dos pisos y que casi no rompía porque se había quedado sin agua suficiente".

La fuerza de las olas está íntimamente conectada a la naturaleza letal de la vida. En el horizonte del surfista aguarda una línea de sombra del miedo que Finnegan se empeña en examinar en Años salvajes, un gran relato memorialistico que acaba de publicar Libros del Asteroide y que obtuvo el premio Pulitzer de Biografía de este año. Es esa línea de sombra conectada con el peligro la que hace al surf diferente a cualquier otra cosa. "Las olas eran el campo de juego, pero también la finalidad, la meta. El objeto de tus deseos y de tu adoración más profunda. Y al mismo tiempo eran tu adversario, tu némesis, incluso tu enemigo mortal", escribe Finnegan. Si quisiéramos buscar un símil de esta excitante ambivalencia sólo lo encontraríamos en las corridas de toros.

La mayoría de las narraciones canónicas del surf, desde Agatha Christie, que se ocupó de ello tras una estancia en Hawai, hasta Tom Wolfe con La banda de la casa de la bomba, pasando por Hemingway, que pidió a Hollywood una tabla para presumir después de ver las olas en Biarritz, pertenecen a seres que no lo han practicado jamás. Por lo general se quedan en la capa de barniz deportiva y abundan en todo lo que le rodea. Sin embargo, cuando los propios surfistas empezaron a escribir sobre surf, en la década de los sesenta, el resultado fue todavía peor. Se podría decir que catastrófico. Pretenciosos, semianalfabetos, o simplemente banales promocionaron como una especie de culto pagano e inaccesible un deporte que sólo podían entender los iniciados, dejando bastante claro que estaban demasiado ocupados con las olas para molestarse en escribir bien. O, al menos, interpretarlo debidamente para que el común de los mortales comprendiese la pasión que se había adueñado de sus vidas.

Afortunadamente hubo una nueva oportunidad. En el verano de 1992, apareció en el "New Yorker" un largo artículo, en dos partes, de William Finnegan titulado Playing Doc's Games, que inmediatamente algunos consideraron una obra maestra. Aquello era otra cosa: allí aparecía retratada la peripecia de Marc "Doc" Renneker, oncólogo, devoto ambientalista y loco por las olas, un exponente del núcleo duro del surf. El relato combinaba el conocimiento profundo del surfista y las observaciones del etnógrafo con el estilo característico de los escritores del "New Yorker". La pasión ambivalente que Finnegan ha mantenido y mantiene con ese mundo se proyectaba en la personalidad de Reeneker y su inquebrantable celo oceánico.

A los 13 años, Finnegan había dejado de creer en Dios y quiso llenar el vacío con el océano. Emprendió en una longboard la búsqueda de la ola más grande y rápida a través de Polinesia, Australia e Indonesia, San Francisco y Madeira. El bramido del oleaje le trajo una revelación y se convirtió en educador y corresponsal de guerra. El peligro que le hizo vivir en algunas ocasiones al borde de la muerte jamás le abandonó: fue la línea de sombra de su ambivalencia. Al igual que la ola, Finnegan pasó por mil estados de ánimo.

Criado en el sur de California durante las décadas de los cincuenta y los sesenta, siendo adolescente se trasladó a Hawai con su familia: su padre trabajaba en la televisión. Allí sufrió un trato humillante como haole (blanco), un ser perteneciente a "una minoría diminuta y muy poco popular", por parte de otros estudiantes nativos de una escuela secundaria de Honolulu: el recuerdo desgarrador y a veces cómico forma parte de la historia que le ha hecho merecedor del Pulitzer. A Finnegan le fue mucho mejor en el agua donde se ganó el respeto de los locales; recibió el bautismo de las olas y quedó totalmente hechizado: "Mi encantamiento me llevaría donde quisiera". Llegado un momento jamás volvería a tener miedo por más que las dudas le siguiesen asaltando.

Se trata de la historia de surf mejor contada de cuantas he leído; aunque este deporte le traiga, como a mí, sin cuidado el lector debe saber que la autobiografía de William Finnegan es una crónica personal absolutamente deslumbrante.

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