La Nueva España

La Nueva España

Contenido exclusivo para suscriptores digitales

Libros

Un Lemaitre entre costuras

Tres días y una vida nos hace añorar al autor que consiguió el "Goncourt" con Nos vemos allá arriba

En las recientes entrevistas que Pierre Lemaitre (París, 1951) acaba de conceder en su viaje de promoción de Tres días y una vida suele repetir una constante: que está tratando de escribir la segunda parte de una trilogía, llamémosla así, que habría comenzado con aquella novela con la que obtuvo el prestigioso premio "Goncourt" en el 2013, Nos vemos allá arriba. Pero, como tantas veces ocurre, la cosa se le resiste. Con lo que el escritor de oficio -y si hay un escritor de oficio, artesanal, hoy es, sobre todos, Lemaitre- se vuelve preciso ocupar el tiempo, hacer dedos narrativos y mantenerse en el candelero con obras menores o de menor entidad o más flojas, según se prefiera calificar. Es decir, con barcos pequeños que entretengan la llegada del buque principal. Entre costura y costura, entretenimiento. Como, por ejemplo, el que nos ocupa.

Aún no sabe -dice- si recuperar al comisario Verhoeven, quien le diera fama primera con novelas desiguales: o muy gore o muy amenas de leer. Por lo que se decidió por una historia de muerte e intriga que no es, ni mucho menos, su colosal Vestido de novia. Dividida en partes que saltan en el tiempo (desde 1999 hasta el pasado año), nos cuenta un crimen brutal y no premeditado que perpetra un niño. Arranque duro, pues. Pasarán los años y acaso la condena sea vivir con la conciencia del horror cometido: "Cuando salió el sol se preguntó si no se había condenado él mismo. La pena por el crimen que había cometido no consistía en unos años de cárcel, sino en toda una vida que aborrecía por adelantado, que representaba todo lo que odiaba, una existencia al lado de gente mediocre, ejerciendo una profesión que amaba en unas condiciones detestables". Poco más que decir sobre el nudo argumental. Pero quizá lo que haga muy llevadera y hasta aconsejable la lectura sea ese retrato de la vida en provincias que tanto recuerda (o imita) a Simenon y para el que los escritores franceses (con oficio) parecen tan dotados como para largarnos otros intríngulis intelectuales de gran tonelaje (los que no saben contar, los nada artesanos). Leamos: "En sitios como Beauval la gente odia a quien reelige periódicamente, pero considera al alcalde como un santo patrón y a su hijo como su delfín; esta jerarquía social se origina entre los comerciantes, se extiende a las asociaciones y, por ósmosis, penetra en las aulas de la escuela". Cuando hay que rellenar, se rellena tirando de adjetivos en fila india: "Aunque la misa no se había interrumpido por ellos, a su paso se hacía un silencio peculiar, susurrante, respetuoso, admirativo, doloroso y solemne". O con los, tal parece que inevitables, balbuceos, preguntas retóricas, confesiones a medio decir: "Fue por su madre, ¿comprende? La quería mucho, ¿sabe? Y ella a mí, creo? Esto va a parecerle ridículo viniendo de un viejo como yo, pero? fue una gran pasión". Y, claro está, punto y aparte, punto y aparte hasta que el volumen adquiera la extensión que la editorial demanda.

Pero no es malo tener oficio (tan necesario resultan el ebanista como el carpintero) y no significa lo escrito hasta aquí que Lemaitre haya dado una bajonazo en una obra que apuntaba allá arriba. Ya dije que algunas de sus obras "negras" se adentraban en el sensacionalismo más truculento, más nórdico, sin otra cosa de interés dentro. Lo que trato de decir es que Lemaitre no es Benjamin Black, como alguna propaganda editorial desaforada quiere vender. Es un escritor de picos altos y valles más que profundos. Ojalá pronto vuelva a sus escalofriantes cuadros de época como con el que consiguió el Goncourt o se centre en el oficio para jugar con el engaño de la voz narrativa y leamos un nuevo Robe de marié. Ojalá.

Compartir el artículo

stats