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El narcisismo de las pequeñas diferencias de menor importancia

Michael Ignatieff es descendiente de una de las grandes familias canadienses. Su padre, George, hijo de conde ruso inmigrante, fue un importante diplomático. Uno de sus destinos cuando aún era adolescente le brindó la oportunidad de vivir en Yugoslavia. Recorrió los mejores internados hasta ingresar en la universidad superior de su país. Tras ser elegido líder de los liberales, un periódico canadiense envió a un reportero para entrevistar a sus antiguos compañeros de clase. Uno de ellos describe al joven Michael caminando con una copia de "Paris Match" bajo el brazo y diciéndole a la gente que su objetivo era ser primer ministro. Otro recordó las discusiones que mantenían sobre el significado de la destrucción en 1905 de la marina rusa en la guerra con Japón. En 1978, poco después de cumplir los 30 años, dejó Canadá para buscar fortuna en otros lugares. Se instaló en Cambridge con la finalidad de completar sus estudios académicos, y más tarde en Londres que no abandonaría hasta 2005 para regresar a casa. Apoyó la invasión estadounidense de Irak y no ha dejado de recibir críticas por ello.

Sangre y pertenencia, por encima de sus conclusiones optimistas no siempre fáciles de compartir, es un libro de viajes y crónicas cuidadoso y detallista, muy bien escrito, como nos tiene acostumbrados su autor. Hubo otros en aquel tiempo que tenían como misión ahondar sobre el terreno en las diferencias que surgían tras el colapso comunista y el fin de la Guerra Fría. Recuerdo Historia del presente, de Timothy Garton Ash, los documentados reportajes publicados en tres entregas por Robert Kaplan, y las agudas reflexiones de Tony Judt sobre lo que estaba sucediendo: el mundo que desaparecía ante nuestros ojos y el que llegaba para ocupar su lugar en las sociedades desmadejadas que tomaban el relevo en medio de peligrosos conflictos étnicos. El de Ignatieff constataba que la corriente de la Historia estaba en marcha por el camino equivocado, pero debido a la contradicción de los testimonios recogidos por su autor y las situaciones diferentes dependiendo de cada circunstancia y lugar se abría a múltiples interrogantes que todavía no se han despejado del todo. Eso sí, quedaba claro lo que Freud llamó "el narcisismo de las pequeñas diferencias de menor importancia" que sirve a los pueblos similares entre sí para exagerar lo que les separa en una búsqueda interesada o desesperada de la identidad. Por ejemplo el caso de los croatas y de los serbios que compartían idioma, costumbres, cultura política y memorias en la Yugoslavia de Tito, o el de los protestantes y católicos de la clase trabajadora de Irlanda del Norte atrapados en un túnel del tiempo como consecuencia de un pasado que hace tiempo olvidaron sus correligionarios más cosmopolitas de Londres o de Dublín.

Otro cosmopolita, Ignatieff, se expresaba sombríamente en su libro de viajes y de modo bastante más optimista en las conclusiones posteriores de 2012. En el capítulo que se refiere a Alemania, el autor resta importancia a los gruñidos y el papel de los skinheads de vocación nazi en la Alemania reunificada y en la nueva conciencia nacional apartada del sentimiento de culpa. Sin embargo, la actualidad indica que no hay que perder de vista el gruñido de los cabezas rapadas que vuelve a oírse como consecuencia de la crisis y de la inmigración en la república que lidera los destinos de la Europa unida. Lo mismo que ha sucedido en Grecia con el auge de los nacionalsocialistas de Amanecer Dorado, el lepenismo francés, o el ventajismo populista de izquierdas en España al situarse del lado de la exigencia de autodeterminación catalana dando alas a un nacionalismo que ideológicamente tendría que estar en sus antípodas.

Entre el hambre y las naciones saciadas existe una barrera infranqueable de incomprensión. Pero no siempre es la causa del secesionismo, los estímulos excluyentes nacionalistas pueden operar perfectamente en las sociedades consolidadas apelando a cualquier otro resorte emocional. Con los sentimientos resulta casi imposible razonar y discutir. Sangre y pertenencia es un buen libro para atar cabos sueltos.

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