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Libros

La herida abierta de Rambal

Miguel Barrero construye sobre un crimen nunca esclarecido la historia de un tiempo

Cada libro que pasa, se nota a Miguel Barrero (Oviedo, 1980) más a gusto en eso que se da en llamar literatura de no ficción. Cada libro que pasa, se le ve más asentado en construir una obra literaria que va juntando premios y le va acercando a eso que se da en llamar (también) "personaje público", con el abismal riesgo que conlleva: periodista, presentador, hombre de revistas (literarias), agitador sereno de movidas varias culturales, promotor de otras? En efecto, moverse entre los Panero, Antonio Machado o el Camino de Santiago parece insuflarle más aire que adentrarse en recrear momentos autobiográficos. Tras muchos años de marear el proyecto, saca a librerías lo que podría parecer una historia más sobre el mítico Alberto Alonso Blanco, conocido como "Rambal", pero que creo que va más allá. En una madrugada de 1976, un incendio alborota a los vecinos del barrio gijonés por excelencia, Cimavilla. Al entrar los bomberos a la casa en llamas, encuentran el cuerpo de Rambal degollado. Hoy, prescrito ya el crimen, aún no se conoce el nombre del asesino o asesinos. Pero el runrún popular no ha cesado: que si el Poder había ordenado echar tierra sobre el asunto para proteger a uno de los suyos; que si fue un tipo ("el pepsicola") con el que vieron a "Rambal" la noche de autos ("No me riñas aquí en la calle", le oyeron decir a Alonso). Tampoco cesó la literatura al repecto: L'aire de les castañes, de Vicente García Oliva, La ciudá encarnada, de Pablo Antón Marín Estrada, o la indispensable Gijón: crónica negra de Pachi Poncela. Rambal es un muerto mal enterrado. ¿Por qué? ¿No es, a fin de cuentas, un asesinato más, el horror nuestro de cada día? Ahí es donde acierta Miguel Barrero, sin desmerecer un pelo a las obras antedichas (y a los ríos de tinta -por fin puedo usar esta expresión- que el suceso hizo verter en los medios). Alberto Alonso Blanco era, si no el más popular, un clásico del barrio fundacional de Gijón. Se pasaba los días ayudando al vecindario, bien por una propina, bien por voluntad altruista, lavando ropa ajena, cuidando enfermos, dando conversación a quien fuera menester: una especie de asistente social anterior a la época en que se creó el nombre. Pero las noches las dejaba ir recorriendo los numerosos bares de la zona, mostrando su vocación de transformista, cantante provocador coplero y cupletero (su apodo era un homenaje a cierto artista), de travestido, si se quiere mal resumir. Homosexual declarado ("¡Ay, si yo hablara, caía medio Gijón!", bromeaba o amenazaba con descaro frecuente) en aquellos años en que tal condición se perseguía con saña oscura, llevó no una doble vida y sí una vida doble: la noche y el día. De modo que comencemos a sumar: el metamorfismo (perdón) del personaje, un crimen sin respuesta o sin nombres y apellidos que lo cierren, un barrio poblado por pescadores y cigarreras pero frecuentado a diario por la canallesca y el lumpen con sus códigos y oscuridades, y, como telón de fondo, la Transición entre dos Españas. ¿De cuál de tales hilos tira el autor? De todos, claro, pues este noviensayo (más perdón) aporta datos e informes. Pero el motor es otro: Barrero ha escrito la historia de un Gijón (de cualquier ciudad) que muda por completo su vestidor y lo rellena con otros ropajes; ha novelado o ensayado ese paso en el aire que deja moribundo lo antiguo (el barrio viejo agostándose por nuevas formas) y a punto de luz lo nuevo. Y, con gran astucia, lo fecha: el día del asesinato de Rambal, el día en que se jodió un Perú llamado Gijón. Es la historia de Rambal: es la historia del instante del cambio. Excelente.

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