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El horror a cámara lenta

Ralf Rothmann indaga en los silencios del padre para narrar el sufrimiento alemán durante la desbandada nazi en los últimos días de la II Guerra Mundial

El horror a cámara lenta

Walter Urban sólo disparó una vez en la guerra, pero ese disparo cambió su vida. Walter formaba parte del pelotón que ejecutó a su amigo Fiete, condenado por desertar en los últimos días del segundo conflicto bélico mundial que destruyó Europa en el siglo pasado. La descripción que Ralf Rothmann (Schwleswig, 1953) hace de ese momento angustioso es la del horror a cámara lenta: la plasmación dolorosa de una pesadilla narrada en densas imágenes conmovedoras a veces lo suficientemente surrealistas para aliviar levemente al lector de la carga trágica de su novela Morir en primavera, rescatada de los silencios y de la vida de su propio padre, uno de tantos adolescentes reclutados a última hora por los nazis en plena desbandada del ejército alemán.

Cualquiera que piense que, gracias a la literatura y al cine, está lo bastante familiarizado, con los horrores de la guerra, comprobará que se equivoca al leer el espeluznante relato de Rothmann. Ahí están, por ejemplo, para demostrarlo, el fregadero lleno de extremidades amputadas que halla el protagonista cuando va en busca de la comida o el vuelo rasante de los aviones con las estrellas rojas en las alas, de los soviéticos, disparando sus ametralladoras igual que si cosieran cartón, "como si hubieran cogido una tira de cartón y la pasaran por una máquina Singer". Los iliushins monomotor pintados de verde oscuro mate bombardeando las carreteras en medio del estremecimiento de los soldados zapadores que corrían a esconderse cuando oían los primeros silbidos procedentes de las alturas y reaparecían por la noche para reparar los agujeros. Y la crueldad sobrecogedora de las SS para con los pobres diablos que desertando desafiaban a la muerte para no tener que esperarla en medio de todo aquel sufrimiento, con el clamor rítmico de los katiusha de Stalin, interrumpidos de manera ocasional por el estruendo de la artillería alemana, como música de fondo. Al final, la resignación: "Entre los cubos de basura había un oficial muerto, un tipo flaco con una ramita de encina en el cuello de la chaqueta y el cañón de la pistola todavía dentro de la boca abierta. Llevaba unas botas nuevas, con el sello de la Wermacht en el tacón, y mientras se abrochaba el capote Walter colocó su pie junto al del muerto: demasiado pequeñas".

Pero de todas las monstruosidades la mayor es que le obliguen a uno a presenciar la muerte del amigo siendo, además, su verdugo. Nada más terrible que la desesperación de Walter cuando se dirige al sturmbannführer Domberg para rogarle que no fusilen a Fiete que acaba de cumplir dieciocho años y ha cometido un error propio de la juventud al desertar pero que se trata de un ser excepcional al que los terneros le lamían las manos mientras los ordeñaba, que sus padres murieron calcinados en Hamburgo, durante un bombardeo, y que su novia acaba de solicitar el matrimonio por poderes porque al parecer está embarazada. Dice que Ortrud, así se llama la chica, lo va a meter en vereda. Domberg le responde que ha cometido el peor error que puede cometer un soldado, ser un cobarde, y le anima a que se compadezca de él apuntando bien, para que no sufra.

Pese al espanto, la literatura de Rothmann, tiene que ver, sin embargo, con la belleza: transforma la experiencia más sucia del dolor en una esfera sublime de la intuición estética. Cuando recién cumplidos los sesenta el médico le anuncia a Walter Urban, el padre del narrador, que va a morir pronto, éste apenas se muestra conmovido, dice que su cuerpo jamás lo tocará un bisturí, y no deja de fumar y de beber. La vida hasta ese momento ha pasado por encima de él como una apisonadora. Junto con Fiete, al contrario que él un espíritu rebelde, es reclutado, y tras una rápida instrucción de tres semanas los dos son tatuados por las SS y enviados al matadero: el frente de Hungría. Su amigo a luchar contra los rusos, él a la intendencia.

Muchos años después, al jubilarse, el hijo le había regalado a Walter una libreta con la esperanza de que anotara todo lo que se le ocurriese, los episodios dignos de mención en la época anterior a su nacimiento, y sobre todo la primavera del 45. Pero Walter invoca el silencio de un pueblo que se siente víctima y culpable: no quiere hablar de la guerra. "¿No te lo he contado ya? El escritor eres tú". Ralf Rothmann encontró en Morir en primavera la manera de describir el sufrimiento alemán sin caer en la autocompasión ni olvidarse de la culpa. Una novela extraordinaria.

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