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La fuerza y la sustancia

Turguénev describe en Padres e hijos, una de las grandes novelas rusas del XIX, las relaciones familiares en un mundo a punto de desaparecer

La fuerza y la sustancia

En la ficción de Iván Turguénev, el amor se desvanece, se esfuma antes de que desflore: las corrientes de estado de ánimo de las historias pertenecen a la melancolía y la nostalgia; la escritura delicada y precisa es casi translúcida. En Primer amor, una de sus novelas cortas más hermosas, un joven se enamora de su bella vecina, sólo para descubrir que es la amante de su padre. En otra de ellas, Asia, el narrador conserva como reliquia de la mujer que ha seguido desesperadamente por Alemania la flor de geranio marchita que una vez le arrojó desde una ventana. Alguien dirá que cualquiera se pone a leer novela rusa del siglo XIX con todo este condimento añoso, pero es precisamente en la destilación del tiempo donde se encuentran los momentos narrativos más brillantes de Turguénev.

El amor precisamente no funcionó para el escritor que se pasó la vida languideciendo. A los 40 años, declaró que ya había renunciado a la felicidad, pero serían sus fracasos amorosos los que contribuirían decisivamente a forjar no sólo su literatura sino también la imagen pública de caballero encantador, liberado de preocupaciones políticas en sus novelas pero no fuera de ellas, moderado para los exaltados, incómodo para los burgueses. Los eslavófilos lo condenaron a vivir en el extranjero un dulce y elegante exilio. Los conservadores estaban molestos por su condena de la servidumbre y su interpretación escéptica de la alta sociedad a la que pertenecía y desde la que se empeñaba en defender las reformas sociales. Los revolucionarios lo despidieron como un liberal anacrónico, poco dispuesto a aceptar los imperativos violentos de una nueva era. Menospreciado por francófilo, Henry Troyat escribió de él que el suelo ruso que tanto amaba se había deslizado por debajo de sus pies y que estaba flotando entre dos o tres países de origen, dos o tres idiomas, y no pertenecía a ninguno. Únicamente muchos años después de su muerte en 1883, surgió cierta mala conciencia nacional por no haber valorado lo suficientemente al liberal moderado que durante su vida supo compaginar el amor a las personas y la cultura, la fe en Rusia, y la admiración por Occidente.

Volver a leer Padres e hijos es un placer. Se trata de una de esas grandes pequeñas novelas. Probablemente, como dijo Nabokov, unas de las obras más brillantes del XIX. Un relato premonitorio de la Rusia que vendría más tarde. Su confrontación generacional, estética y moral de la vida prefigura el siguiente escenario histórico con Bazárov como un adelantado del bolchevismo. Hubo quienes se molestaron por la caricaturización antipática del radicalismo, y a otros, los conservadores, les pareció peligroso que Turguénev se prestase a idealizar con el retrato de su personaje central la juventud revolucionaria. Isaiah Berlin escribió a propósito del pulso entre aquellos dos mundos que el meollo de la novela se encuentra en las palabras que Turguénev decidió suprimir del epígrafe original. "Un joven le dice a un hombre de mediana edad: 'Tenéis sustancia, pero no fuerza'. El hombre de mediana edad le responde: 'Y vosotros tenéis fuerza, pero no sustancia'.

Sin embargo, Padres e hijos no es sólo un una novela sobre el choque generacional en una sociedad que empieza a despertar de su letargo, se trata de un libro que explica casi todo lo que se necesita saber acerca de las familias, el amor, la angustia, la religión, los duelos y la servidumbre en la Rusia del XIX, una obra maestra tan bien escrita y de tanta economía de medios que cuando se termina de leerla uno quiere volver otra vez a Turguénev.

Su regalo es la enorme compasión. En Padres e hijos nada parece estar bien y nadie está equivocado. Algunos de los personajes provocan risa pero el fortín psicológico que los resguarda es tan grande que impide burlarse de ellos. Bazárov puede poner en solfa la institución familiar aunque el amor cómicamente ridículo de sus padres resulta de lo más conmovedor. Arkady ha caído bajo el hechizo de su amigo pero todavía está profundamente unido a la especie: un padre afectivo algo incompetente que se lamenta de los nuevos modales adquiridos por su hijo.

Los asuntos que le resultaban queridos a Turguénev no eran la revolución, ni la crítica a las clases dominantes, mucho menos la intelectualidad: por las páginas de sus novelas desfilan las descripciones pasajísticas, el amor, el paso del tiempo y una abrumadora melancolía como consecuencia del fracaso constante que depara la vida. Fue a su manera un gran escritor social.

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