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El inmortal Chíchikov

Las almas muertas, la recuperación de un Gógol renovado que marca el tiempo más excelso de la literatura rusa

El inmortal Chíchikov

El arco temporal de ciento cuarenta años que las letras rusas dibujan desde su irrupción en la Modernidad de la mano de Aleksandr Pushkin, nacido en 1799, hasta su defunción sangrienta, cifrable en la suerte corrida por ese talento inmenso de las "gafas sobre la nariz y otoño en el corazón" que fue Isaak Bábel, asesinado por orden de Stalin en 1940, acaso sólo pueda compararse, en más de dos milenios de laboratorio humano, con el milagro auroral que constituyó la palabra en Grecia (incluyendo la obra platónica) y con el destello nunca igualado por el acervo occidental que supuso el siglo de Oro español, con sus cumbres lírica ( Juan de la Cruz, Góngora, Quevedo), dramática ( Calderón, Tirso de Molina, Lope de Vega) y novelística ( Mateo Alemán, Baltasar Gracián, Cervantes).

En un periodo convulso y feroz, en que Rusia pasa de ser el Estado autócrata por antonomasia al Estado social más avanzado que inteligencia alguna haya soñado, en ese fulgor abrasivo que separa la experiencia zarista de la conmoción bolchevique, y en el que Rusia recorre de modo vertiginoso, en unas pocas generaciones, lo que a otros países lleva siglos y siglos de lenta metabolización y conquista, confluyen un puñado de escritores que brindan su talento a la consideración de la literatura como uno de los más altos logros de la conciencia en su camino hacia lo que Kant llamó "abandono de la minoría de edad". Sin ánimo exhaustivo, la nómina formada cronológicamente por Pushkin, Gógol, Lérmontov, Turguénev, Dostoievski, Tolstói, Chéjov, Biely, Bulgákov y Bábel conforma un himalaya de la excelencia que nos recuerda que hubo un tiempo en que la literatura se convirtió en el instrumento de análisis más respetado por las sociedades en que tomó cuerpo. Muy pocas literaturas nacionales han sido capaces de contemplar el alma de una comunidad y de los sujetos que la conforman con tanta brutalidad y, a la vez, con tanta piedad. Su omnímodo escrutinio, su voluntad exhumatoria, su fidelidad al hombre concreto, de carne y hueso, al tiempo que su vocación de lanzar a esa encarnadura humilde y finita al ruedo de las grandes preguntas por el sentido de la existencia, por el papel del arte en la condición humana y por la dialéctica entre historia e Historia, faculta una de las aventuras sentimentales e intelectuales más profundas que se recuerdan.

Nórdica, la editorial dirigida por Diego Moreno, alcanza el título número 100 de su colección de libros ilustrados, y lo celebra recuperando una de los hitos de esa singladura, Las almas muertas de Nikolái Gógol, para muchos estudiosos la verdadera novela fundacional de la literatura rusa, obra mayor de ese genio de la psicología de cuyo relato El capote, como advertiría Dostoievski mediante una inspiradísima imagen, surgió toda la literatura de su país. Y lo hace mediante una bella, magnífica edición, en la que la traducción de Marta Rebón, las notas de Ferran Mateo y las ilustraciones de Alberto Gamón ayudan a mostrar un Gógol renovado, tan punzante como siempre pero vestido con galas flamantes, que sin duda su novela demandaba y con las que ojalá gane nuevos lectores para un texto que no conoce fecha de caducidad.

Obra de costumbres, superación decisiva del lirismo de Pushkin y retablo de las maravillas de la Madre Rusia, todas estas notas se ajustan como un guante al mecanismo diseñado por Gógol. Pero no debemos olvidar el tono que prevalece en Las almas muertas, al menos en su primera parte, que se conserva completa, y en la mayoría de los capítulos que se han salvado de la segunda, que como es sabido su autor, en un ataque de amok, misticismo o simple, humana locura, entregó al fuego días antes de su muerte. Ese tono, ese clima, ese ambiente es la sátira, en la que el autor ruso brilla hermanado con los grandes nombres de la literatura pasada (Rabelais, Swift, Sterne) y los no menos grandes de la literatura por venir (Bierce, Hasek, Kästner).

Una sátira que halla su recipiente exacto en Pável Ivanóvich Chíchikov, uno de los caracteres más inolvidables de la literatura universal, paladín de las buenas formas y canalla sin escrúpulos, visionario y tierno a partes iguales, sublime aquí, patético allá, fantasmón oportunista que vaga por la inagotable extensión de la tierra rusa a la caza y captura de su peculiar empresa mientras besa manos y mejillas, se atraca de esturión y venera al dios rublo, empeñado en la búsqueda de un Grial tan absurdo en apariencia como ambiguo en sus fines: la compra de aquellos siervos que, desde el último censo, han pasado a mejor vida, esas almas muertas de las que la novela toma prestado el título y que articulan una peripecia tan desopilante como reveladora.

Terratenientes, protopopes, generales, aduaneros, damas de provincias, nobles venidos a menos, hijos ilegítimos, cocheros, lacayos, campesinos, escoria y oro, número y símbolo, multitudes y emblemas, el agotador catálogo del escalafón militar y civil de la Administración zarista es citado a declarar en estas páginas llenas de furia y violencia contenidas, y que como es común en la sátira esconden, bajo el aspecto de zoo humano, las contradicciones de un mundo que estaba a punto de saltar por los aires. Faltaban apenas diecinueve años para que Alejandro II aboliera la servidumbre y sólo veinte para que Turguénev creara al Basárov de Padres e hijos, el nihilista seminal, cuando en 1842 Las almas muertas de Gógol sacaban a la luz las sombras y luces de un país que, con un ojo puesto en la gloria de la victoria sobre Napoleón en 1812 y otro en la envidia que le provocaban los salones de Francia y Alemania, no había logrado sacudirse de encima sus lacras endémicas (pobreza, ignorancia, esclavitud) pero tampoco podía ocultar sus tesoros del corazón (heroísmo, desprendimiento, espitirualidad). En definitiva, las miserias y logros que hoy, de nuevo, transcurridas al fin tantas páginas de la Historia, podemos disfrutar como regalo imperecedero en la tragicómica peripecia del inmortal Chíchikov.

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