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Libros

Contra la hegemonía

La defensa de una nueva visión de África de Ngugi wa Thiongo'o

No por obvios en sus conclusiones, los ensayos que Ngugi wa Thiongo'o recoge en Desplazar el centro, redactados mayoritariamente durante las dos últimas décadas del siglo pasado, resultan menos interesantes. La vocación socialista y revolucionaria del político dialoga en ellos con la preocupación ética y estética del escritor para propiciar una crítica a propósito de los desmanes del imperialismo y de toda forma, sutil o grosera, de etnocentrismo. Es, en definitiva, África la que expone en estas páginas sus llagas y sus miserias, el dominio de cuatrocientos años al que desde las lejanas expediciones portuguesas hasta la vergüenza agónica del apartheid las potencias occidentales han sometido a una tierra tan fértil en frutos como en tragedias, con el consiguiente repertorio de autoindulgencia frente al horror, racismo disfrazado de providencialismo y una supremacía obrada bajo el santo patronazgo del capital blanco.

La parte más lúcida de Desplazar el centro quizá sea sin embargo aquella que recluye su mirada en los problemas vinculados al colonialismo y al neocolonialismo desde el punto de vista de los escritores africanos. Un ejemplo basta para ilustrar la enjundia del debate. Cuando Thiongo'o decidió abandonar el inglés de sus primeras novelas para escribir ficción en lengua gikuyu, una de las principales habladas en Kenia, parte de la academia de su país lo acusó de chovinismo. De pronto, el autor se hallaba en la tesitura de convertirse en una anomalía por hacer lo que cualquier escritor realiza cotidianamente con naturalidad: crear en su propio idioma. Thiongo'o iluminaba así una doble y profunda herida. No sólo mostraba la negligencia de una supuesta élite que vivía de espaldas al imaginario de su pueblo, sino que enfrentaba al resto de creadores a una pregunta incómoda. Un escritor africano que se precie de ese nombre, ¿puede continuar trabajando en alguna de las lenguas que han oprimido a su cultura?

Thiongo'o estudia a unos cuantos grandes nombres vinculados al continente, caso de Conrad o Coetzee, para mostrar cómo, a pesar no sólo de su talento, sino también de la buena voluntad que anima sus ficciones y de la sensibilidad evidente ante la consideración de la literatura como denuncia de situaciones histórica y objetivamente catastróficas, ni siquiera ellos han podido escapar al hecho de que escriben (y por lo tanto construyen un pensamiento) desde dentro de las coordenadas ideológicas que buscan criticar. Aún más seductor resulta cómo en un brevísimo ensayo el autor keniata recuerda a Isak Dinesen como un flagrante caso de racismo sentimental y a sus Memorias de África como uno de los libros más dañinos jamás escritos, al convertir la consideración de África y de lo africano en una postal indulgente y deliciosa, suerte de Arcadia feliz de un mundo poblado por seres humanos que viven en una minoría de edad permanente y a los que el occidental de turno contempla, y aplaude, con una superioridad teñida de afecto. Algo, huelga decirlo, especialmente perverso, pues, en definitiva, nadie ofende tanto como un opresor que, además, se reclama amable.

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