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El mapa del mundo

El cartógrafo, la penúltima obra dramática de Juan Mayorga

Esto es lo que dice el Anciano de El cartógrafo, el penúltimo drama de Juan Mayorga (Madrid, 1965): "Hasta que los dibujamos, los lugares dan miedo" (p. 25). O sea, vamos a ver si amueblamos el cerebro, que sólo así entenderemos el mundo. ¿Cómo convive esto que dice el personaje de Mayorga con lo que dice el propio Mayorga? En el discurso de entrada en la Real Academia de Doctores -recogido en Elipses (La Uña rota, 2016)- escribe: "Unas personas se separan de otras para representar ante estas posibilidades de la existencia humana. Es un desdoblamiento asombroso. Da que pensar. En este separarse y ponerse enfrente para representar la vida, los actores abren un conflicto. A esta escisión conflictiva llamamos teatro" (p. 87).

El teatro de Mayorga es la herramienta más adecuada para ajustar las tuercas de un pensamiento oxidado y de eso va Elipses, más o menos. Mayorga dice, como Aristóteles, que los dioses son espejo de naturalezas humanas desubicadas y esto tiene que cobrar forma en la reunión que es el teatro, algo que "no sucede en el escenario, sino en el espectador, en su imaginación y en su memoria" (p. 88). El teatro es una de las artes más efímeras que existen, precisamente, en ese tiempo suyo tan a contrarreloj reside su naturaleza verdadera. El arte es la representación que nosotros hacemos de nosotros mismos y el teatro (de Mayorga), no es ajeno a todo esto que digo. "Ayudar al espectador a encontrar su propia palabra es una misión, política y moral, del teatro. Más palabra es más vida y más capacidad para resistir" (p. 93). Mayorga escribe teatro para lograr "conversación". Mayorga no es un superhéroe: el teatro, dice, "no tiene que dar respuestas. Su misión es mostrar la complejidad de la pregunta y la fragilidad de cualquier respuesta" (p. 95). Y en eso sigue empeñado desde finales de los ochenta, cuando dio el salto mortal y se presentó como dramaturgo, cartógrafo, preguntador. La realidad es distinta desde que Mayorga se dedica a cuestionarla.

Juan Mayorga es uno de los grandes de la dramaturgia contemporánea, aunque sólo sea por El cartógrafo (estrenada en Valladolid en 2016) y Reikiavik (que se estrenó en Avilés un año antes). Pero es que antes había escrito títulos tan señeros como La lengua en pedazos (que también estrenó en Avilés, esta vez, en 2013), El chico de la última fila (Fuenlabrada, 2006) o Hamelin (Madrid, 2005). Y estos son sólo unos pocos espectáculos (en sus obras completas recoge una veintena de títulos). Ha logrado el premio Nacional de Teatro, el Nacional de Literatura Dramática, el Europa de Nuevas Realidades Teatrales, un puñado de "Max"? y, sobremanera, la predilección del público. Mayorga estrena a pares o a tríos. Conviven en la cartelera funciones tan distantes como Himmelweg o El cartógrafo (en cartera está Los yugoslavos) y eso es cuestión especial. El teatro contemporáneo si no tiene sofá, una coca cola y una sonrisa no tiene capacidad de ampliar vida y milagros. Por eso Mayorga es superlativo: porque lo que ha logrado en España tiene reflejo internacional (no hace mucho hicieron La tortuga de Darwin en Londres, un clásico en Corea del Sur, que a exotismo no gana nadie). El teatro de Mayorga es el mapa que disipa el tiempo del miedo: lo dice en El cartógrafo, pero también en Elipses, un libro que marca el rumbo y el pulso de una dramaturgia que se eleva más allá del pensamiento ocupado. "¿Qué pasaría si cada cual quisiese hacer su propio mapa?", se pregunta Dubowski en El cartógrafo (p. 80). La respuesta está en el espectador, que para Mayorga es un señor que aparte de pagar la entrada se detiene a contemplar su estado, que diría Garcilaso. De eso va toda su obra, de pensar que los espectadores quieren seguir inquiriendo en su misma naturaleza. Y no se ha confundido: ahí están Reikiavik y El chico de la última fila. Somos sólo la historia que nos contamos a nosotros mismos, el mapa de nuestro propio tesoro. Háganme caso.

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