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Lo que vale un corsé

Lo que va de El seductor, de Don Siegel, a La seducción, de Sofia Coppola

En setenta años de festival, es la segunda vez que Cannes le ha concedido la Palma de Oro a una directora: Sofia Coppola por su película The Beguiled (La seducción). No debería soprendernos la racanería de premios porque, por el momento, solo Kathryn Bigelow ha ganado el Oscar a la mejor dirección y, aquí mismo, el Goya se le ha concedido en esa categoría a Pilar Miró (1996), a Icíar Bollaín (2003) y a Isabel Coixet (2005).

Dado que esta película de Sofia Coppola es una nueva versión de The Beguiled (El seductor), de 1971, dirigida por Don Siegel y protagonizada por Clint Eastwood, cabe preguntarse qué marchamo le ha puesto la directora para que la película no se trate de una regurgitación veleidosa que en poco o en nada podría mejorar a su antecesora. Por una vez, y seguramente no sentará precedente, las respectivas traducciones al español del título original en inglés ya nos dan una pista de las diferencias de perspectiva en cada caso. El seductor solo puede referirse al personaje masculino que encarna Clint Eastwood, mientras que La seducción deja intacta la ambigüedad en cuanto a quién seduce a quién. Y es la ambigüedad o la ambivalencia lo que permea el trabajo de Coppola vis à vis la apuesta unidireccional de Siegel por un protagonista testosteronizado. En términos visuales Coppola alterna los puntos de vista para que no sepamos bien al principio con quién alinearnos. Por otra parte, y de manera particularmente obvia, materializa las tensiones de la historia usando una combinación de cuento infantil, drama lorquiano y vestuario que seduce y reprime a la vez. La película abre con una niña que va por el bosque canturreando en busca de setas comestibles y se tropieza no con el lobo sino con un soldado de la Unión (los del Norte) maltrecho en plena zona de Confederados (el Sur). Se lo lleva al colegio de señoritas donde vive y ahí empieza el drama. A diferencia de La casa de Bernarda Alba, el soldado entra muy físicamente en el espacio de las mujeres e intenta activamente ganarse a cada una con sus zalamerías. Mientras se desarrolla esta historia del intruso y el revuelo que provoca, Coppola nos hace fijarnos una y otra vez en los corsés que llevan todos los personajes femeninos, incluyendo las niñas preadolescentes que habitan la mansión-refugio. Por supuesto, en la época y el lugar las mujeres de cierta clase llevaban corsés; pero el protagonismo que le da Coppola a esta prenda en particular lo convierte en símbolo ambivalente de restricción y de defensa propia. Lo que protege a estas mujeres y niñas es lo mismo que las aparta del mundo de la guerra (un mundo eminentemente masculino): las normas de recato y discreción cuyo epítome es precisamente el corsé. Cuando se desatan los corsés literal y figuradamente, la contención se resquebraja y el peligro acecha de manera alarmante. Y es otra vuelta por el bosque en busca de setas (no comestibles esta vez) la que soluciona el problema. Así es, creo yo, cómo Sofia Coppola le pone su sello a esta historia de seducción.

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