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Toda la belleza del mundo

El Mieres más personal de Luis Roda en Memorias de la ciudad que nunca existió

Lo mínimo que debería exigírsele a unas memorias es que no aburran y que no enreden: que no sean una cansina sucesión de recuerdosy que no caigan en la tentación novelesca. Porque casi todo el mundo está seguro de tener muchas cosas que decir y algunos casos que contar. Y justo porque esto no deja de ser cierto, pocas vidas alcanzan a ser extraordinarias, y la mayoría se hace singular sólo a través de sus vanidades cotidianas o en sus torpezas más vulgares.Es sobre la superficie rutinaria de la vida donde dejamos impresa nuestra huella personal. Quien se da cuenta de esto tiene mucho para dar cuenta de sí mismo en unas memorias literarias, que, al menos como las prefiero, tienen más de confesión que de hoja de vida.

Magistrado y juez decano de Gijón, con ejercicio durante los años férreos en Guipúzcoa, viajero y lector, Luis Roda (Mieres, 1951)tendría sin duda argumentos para juzgar su vida digna de contarse. Pero en lugar del anecdotario ha preferido la verdadera literatura, algo que explica menos lo que ha sido que quién es. Estamos, así, ante un relato de la infancia y primera formación cuyo título, Memorias de la ciudad que nunca existió, avisa que este Mieres tiene poco que ver con el histórico, el de la estatalización de la minería, el aluvión demográfico, el esplendor económico y la lucha política. El autor elige unos años de niñez que lo eximen de un relato forense (lejos aún, pues, del foro público, y también sin la adulteración de la mirada del niño por el hoy juez). Este es un microcosmos erizado de sensaciones: humedad, carbonilla, el turullu del Nicolasa o el silbato del tren carbonero; poco trasciende del Mieres de aquellos años germinales, transcurridos en la burbuja entre su casa y la de los abuelos, el colegio, la iglesia y el chalé de los Donapetry, donde lo aguardan el juego y la amistad de Amparo. Después, los veraneos sanadores de Villablino, espliego, caliza y rumores musicales del campo.

Esta es la geografía infantil de Luis Roda, el triángulo definido entre los sentimientos familiares, la sensatez institucional y las sensaciones del jardín de los Donapetry o los veraneos leoneses. Pero entre la ética, la moral y la estética, en esa tríada platónica de la verdad, el bien y la belleza, la última condiciona al resto, como en las memorias praguenses de Jaroslav Seifert. Si en su excelente prólogo habla Pachi Poncela de un libro "hecho a base de Luis Roda", podemos decir a la vez, sin embargo,que es un autorretrato sin él. Porque esta es una memoria sensorial.

Si esto fuera cine sería una de Ingmar Bergman, quizá Fanny y Alexander sin su amargura, pero con su rara cualidad sinestésica. Se trata de "explicar la importancia que han tenido determinadas experiencias, aparentemente de escasa entidad, en la construcción de una forma de ser y de pensar" (p. 113). Más que su persona o su voz, están aquí sus sentidos, que contornean en negativo una figura completa. Sobre los demás, el oído y el placer musical: Palestrina, Bach, Haendel, Wagner y "Varen", el lied de Edvard Grieg que conmueve, siempre "da capo", lo más íntimo de este humanista autodidacta y sincero, para quien la exhibición de lugares, de citas de música, de cine, de lecturas (importantes las de J. M. Barrie y Carlo Collodi para el niño que presiente irse su niñez) no es pretensión sino goce de compartir.

Conocí a Luis Roda en una de esas circunstancias igualadoras que da la vida ante la evidencia de la enfermedad, donde no existenrangos, oficios ni presunción; solo pasiones a que aferrarse como a lo vivible de la vida. Descubrir entonces con quien hablar de literatura, música y viaje como quien respira fue una tabla de salvación hecha de la dignidad humana. Algo de lo que ahora escribe también: de la memoria, de sus proustianas magdalenas, del níveo blanqueamiento con que ablanda los perfiles más angulosos de la vida y oculta sus asperezas. Sobre las colinas cubiertas de su Neverland se desliza el objeto más preciado de un hombre que haya acumulado mucha vida, el trineo infantil de su recuerdo.

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