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Sociología

Al compás de la revolución digital

Antonio Ariño y Ramón Llopis abordan el análisis de las nuevas prácticas culturales en España

En las páginas centrales de este informe, que reúne todos los datos básicos de la actividad cultural de los españoles en la última década y ha sido elaborado por dos sociólogos acreditados en ese campo de estudio, destaca la afirmación de que nuestra sociedad es digital. El mundo analógico se queda definitivamente atrás, fósil y deshabitado. Una cascada incesante de tecnologías nuevas está transformando de manera radical y a gran velocidad las formas sociales. No hay aspecto que sea inmune a esta alteración de nuestras vidas. Muchos artefactos que sorprendieron en su momento por su originalidad han desaparecido ya tras haber sido útiles solo a una generación. El cambio es tan profundo y rápido que produce vértigo.

Un dato señala inequívocamente el universo en que nos estamos adentrando: más de la mitad de los niños suecos de tres y cuatro años maneja tabletas y una cuarta parte, teléfonos inteligentes. Pronto ocurrirá en Europa lo que ya sucede en Corea del Sur, donde todos los niños, a partir de los tres años, permanecen conectados online una media de ocho horas a la semana. Vivimos sumergidos en internet, que absorbe toda la realidad social. Si la red aún encuentra algún obstáculo en su expansión, es seguro que en breve habrá llegado a todas partes, en todo el mundo. La humanidad no había conocido hasta la fecha la difusión verdaderamente universal y en tan poco tiempo de un bien.

La tecnología digital modula por completo el cambio social. Es así también, en particular, en relación con la actividad cultural. La producción y distribución, la disponibilidad y los hábitos de consumo de las creaciones culturales se someten a pautas diferentes bajo el imperio de esa tecnología. El catálogo de bienes y servicios se amplía hasta el infinito, el creador y el lector o espectador tienden a confundirse, y el acceso adquiere un carácter cada vez más abierto y ubicuo. Se inventan nuevos géneros en el sector audiovisual y en la música. Aumenta el número de individuos que además de leer o visitar exposiciones, escriben o pintan. La tecnología móvil permite, salvo en contadas excepciones, devorar un texto en el domicilio, en el trabajo, en el bar, incluso cuando nos desplazamos de un lugar a otro. Los inventos han estimulado extraordinariamente la creatividad, la comunicación y el intercambio a lo largo y ancho del planeta.

El mundo entero en general, y el de la cultura en particular, avanzan en una dirección, empujados por la tecnología, como si estuvieran guiados por una fuerza que ni siquiera la crisis económica ha detenido, aunque sí es verdad que en unos casos la ha acelerado, desincentivando la asistencia a los cines, mientras en otros la ha frenado, por ejemplo con la reducción de las inversiones públicas en equipamientos y patronazgo. Sin embargo, sería prematuro concluir que esta evolución nos vaya a instalar pronto en un universo plano. Hay varios factores que se resisten tenazmente a ello. La edad, el capital educativo y el estatus socioeconómico todavía estratifican visiblemente la población española según sus prácticas culturales. Los jóvenes han entrado de lleno en el mundo digital, pero los mayores lo tantean y con frecuencia rechazan su integración. Nuestro sistema educativo es maduro, pero registra una tasa muy elevada de fracaso en los estudios secundarios. Se ha formado un conglomerado de individuos interesados en todo tipo de acontecimientos culturales, los llamados en la sociología de la cultura omnívoros, pero hay eventos, como la ópera, que aún tienen adheridos signos de distinción social.

El informe de Ariño y LLopis, quizá el más completo escrito sobre las prácticas culturales de los españoles, formula preguntas, ofrece gran cantidad de datos y propone sugerentes hipótesis explicativas. El documento resulta muy útil a la hora de situar a la sociedad española en el atlas histórico del cambio que está viviendo junto a los países europeos. Y apunta hechos de los que sería oportuno colgar un signo de interrogación. Uno: los españoles no declaran la cultura entre las cosas que les hacen más felices. Otro: el uso de los aparatos digitales que han invadido la casa, el ordenador, el móvil e incluso la televisión, está recluido en el ámbito personal de la habitación e interfiere en las relaciones sociales. Por último: la tecnología digital aumenta la capacidad de los individuos para la creación o el aprovechamiento emocional y cognitivo de los bienes culturales, pero es dudoso que esto redunde necesariamente en la forja de una cultura democrática más sólida. Así es como deja su huella el gen de la ambigüedad, del que no se salva especialmente la tecnología, que lo recibe de su creador.

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