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Felicidad también es tristeza

Richard Ford exprime el memorialismo de manera conmovedora y hasta deslumbrante en Entre ellos, el libro que reúne los recuerdos y conjeturas sobre sus padres

Felicidad también es tristeza

Probablemente nadie entre los escritores vivos tenga el talento de Richard Ford para atrapar las vidas americanas. Es el mismo talento que cultivó su admirada Eudora Welty, que vio el mundo discurrir a pocas manzanas de donde él se crió, en Jackson, Mississippi. Welty invocaba el instinto para entrar en la piel de los seres humanos, "no importa hombres o mujeres, jóvenes o viejos, negros o blancos", decía, "el desafío primordial estriba en el salto". Ford, al igual que hacía ella, rescata a sus personajes de una especie de desesperación silenciosa, de las amenazantes sacudidas de sus grises existencias para situarlos en el epicentro de los terremotos cotidianos. Sucede con su atribulado héroe Frank Bascombe y los problemas para mantener una relación con el hijo adolescente; pasa con el narrador, también adolescente, de Incendios, que sufre el doble trauma de la inestabilidad nerviosa de su padre y la infidelidad de su madre, o con el niño de 15 años de años de Canadá, obligado a huir después del robo fallido cometido por sus padres. Ford es un maestro de la tragedias y las comedias de las familias que, para él, no son lugares fáciles. Desvistiendo a Tolstoi: "Todas las familias felices se parecen; las desdichadas lo son cada una a su modo".

El lector puede hallar infelicidad familiar en Entre ellos, la memorias que ahora publica Anagrama sobre el padre y la madre de Richard Ford, dos perfiles trazados por el mismo hijo con treinta y cinco años de diferencia. El primero de ellos lo escribió recientemente, sobre su padre, Parker, un vendedor ambulante que murió en 1960 cuando él tenía 16 años. El segundo, sobre su madre, Edna, una mujer independiente y sensata, poco después de su muerte en 1981. Juntos forman un retrato iluminador de una pareja blanca de la América profunda poco convencional nacida en los primeros años del siglo XX. Con una percepción que es a la vez afectiva y aguda, Ford cuenta las historias de las vidas y muertes de sus padres por etapas, a medida que se mudan de Arkansas a Mississippi, desde los límites de la pobreza a la clase media. Es un libro sobre ellos, pero también acerca del niño que creció hasta convertirse en uno de los escritores de ficción más distinguidos, Premio Princesa de Asturias de las Letras en 2016, poseedor del Pulitzer y del Pen/Faulkner. "Un memorialista nunca es únicamente alguien que cuenta las historias de otras gentes, sino un personaje más de esas historias". Habiendo sobrepasado los 70 años, el autor se aviene, escribiéndolas, a convivir con ellas.

En el inicio del libro, Ford recuerda que siempre dijo y sigue creyendo que su infancia fue muy feliz. Muchos de los hechos que relata, sin embargo, pudieran dar a entender lo contrario. Nació en Jackson, Mississippi, en 1944 , hijo de Parker, un comerciante de almidón, más una sombra que una presencia, hombre sonriente, de buen carácter, pero también el niño protegido tras la muerte de su padre, un granjero con ínfulas de dandi que acabaría suicidándose. A su vez, Edna, una belleza de los Ozarks, de sangre irlandesa y osage, cariñosa pero volátil, incluso en el amor, tuvo una madre celosa, Essie, sólo 14 años mayor que ella que encontró la dicha junto a un irlandés gordo, bravucón y simpático, Bennie, que supo ganarse bien la vida dirigiendo un hotel.

Los padres de Richard Ford formaron una pareja, como escribe el propio hijo, a la que la historia no tuvo grandes cosas que ofrecer. Juntos disfrutaron a su modo de una década de 1930 burbujeante, antes de que él naciera y a pesar de la Depresión, viviendo y divirtiéndose en la carretera, entre Nueva Orleans, Little Rock, Memphis y Pensacola. Querían niños, pero la llegada de uno puso fin al "romance perfecto". El padre, ya distante, desapareció perdido en el camino, en dirección a su final. En casa, de regreso de un viaje a Louisiana, sufrió un ataque al corazón. Su hijo, de quince años, intentó con él la respiración boca a boca, pero Parker murió en sus brazos. La tragedia casi destruye a Edna. A Richard, en cambio, le brindó la ocasión de sacar provecho: la muerte le entregó una vida para vivirla según sus propios designios. Liberó las decisiones responsables del adolescente al que las ausencias de su padre habían deslizado por las curvas de la delincuencia. De la ausencia definitiva extrajo una experiencia redentora. Digamos que el corazón de Parker tuvo la última palabra en la vida futura de Richard. Su ausencia había sido, como el escritor reconoce, la dimensión ordinaria e identificadora de todo. Aunque resulte duro confesarlo, el hijo pudo encontrar su propio "yo". A esa edad a un niño, pensó Richard Ford, podían pasarle cosas peores que perder a su padre. Por ejemplo, perderse él mismo.

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