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Tinta fresca

Un viaje al corazón de las Cruzadas

El sueño y la tumba, un clásico de Robert Payne felizmente recuperado

Una obra maestra. Reveladora. Profunda. Matizada. Lúcida. Amena. Rotunda y evocadora. Todo eso y algunas cosas más es El sueño y la tumba, la historia de las Cruzadas que el historiador británico Robert Payne (1911-1983) tejió durante siete años, poco antes de morir. Imposible no abrir los ojos como platos: "Los cruzados partían hacia Tierra Santa por cientos de miles, unos a pie, otros en burro, otros en carros, algunos enfundados en armaduras y a lomos de caballos engualdrapados. Quizá una cuarta parte de ellos moría durante el viaje y otro cuarto en las guerras, y muchos sufrían lo indecible para defender la pequeña franja costera que llamaban reino de Jerusalén, que mantuvieron menos de cien años". Sabremos que "los hacendados abandonaban sus tierras, los campesinos dejaban atrás la tierra donde estaban sus raíces, los príncipes rapiñaban sus riquezas para emprender la peregrinación; y a veces, ya entrados en años, regresaban a Europa con la salud maltrecha después de pasar media vida en las mazmorras de los sarracenos, orgullosos y contentos de haber estado en los santos lugares".

Había 50 lugares en Jerusalén relacionados con Cristo, pero "solo uno les merecía veneración y respeto absolutos: la tumba de Cristo. Para la mentalidad medieval, su presencia se manifestaba sobre todo en la tumba vacía. No les obsesionaba la tragedia de su muerte, rara vez hacían hincapié en la crucifixión, y el modo en que murió era quizá lo que menos importaba. Lo que cautivaba su imaginación no era tanto la tragedia de su muerte como el triunfo de la resurrección. Ese fue el milagro supremo, el milagro que daba sentido a la vida cristiana. En aquel espacio tan reducido, Dios hecho hombre retornó a la vida tras haber muerto".

En el siglo XII, subrayemos, "existía una franqueza de la que nosotros carecemos. Así se los educaba y no podían actuar de otra forma. Veremos lo poco que discutían de estrategia en sus guerras; lo más normal era que se lanzasen sobre el enemigo sin hacer amagos, tender emboscadas o elaborar sofisticadas estratagemas. Aunque eran directos, lógicos y razonables, no tenían ninguna dificultad para creer en milagros, presagios y apariciones, y cuando más cerca se hallaban de Tierra Santa, más dispuestos estaban a hacerlo. Esperaban ver hechos milagrosos y los aguardaban con avidez mientras que, por otra parte, continuaban siendo hombres extremadamente prácticos". Esperaban encontrar aquellos hombres "la santidad en una forma concreta, algo que se pudiese ver, tocar, besar, adorar e incluso que pudiesen llevarse. La santidad estaba en los caminos por los que Cristo anduvo, en las montañas y valles que Cristo vio, en las calles de Jerusalén por las que Cristo había caminado. Nunca se les pasó por la cabeza que Jerusalén hubiese sido arrasada tras la muerte del Salvador". Y que quede claro: "Pocas veces hubo hombres tan pecadores como los que partieron a conquistar Tierra Santa, y pocas veces los hubo tan profundamente religiosos, tan seguros de su fe. De entre todas las confusiones e incertidumbres que envuelven a las cruzadas existe una certeza absoluta: la fe cristiana".

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