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No nos asustan los monstruos

Frankenstein como muestra de la complicada relación entre ciencia y mujer

No nos asustan los monstruos

A mi tía, Dolores Escudero, jefa de la UCI del HUCA y coordinadora autonómica de trasplantes, y a su hermana, que me parió un 8 de marzo.

Complicada relación entre ciencia y mujer. Complicada por los discursos hegemónicos y todas esas cosas. La verdad es que, a pesar de la exclusión e invisibilización sistemática, no han sido pocas, ni mucho menos irrelevantes, las conjunciones exitosas en este sentido. A mí me toca particularmente el hecho de que la que se considera primera novela de ciencia ficción, fuera escrita por una mujer. Por una mujer muy consciente de estas implicaciones, claro, aunque de aquella no existiera el término para el género literario, ni el género como fenómeno sociocultural observable, que más allá del sexo biológico condiciona las identidades y las suertes de estas. Mary Shelley fue antes Godwin e incluso Wollstonecraft, como su madre, autora de la Vindicación de los derechos de la mujer (1792), lo cual ya dice bastante. Como que las mujeres somos capaces de pensamiento racional y debemos recibir una educación. Pues sí, Marías, aunque secuestren a más de cien niñas en Nigeria por hacerlo, vamos a seguir yendo a la escuela.

Este año se cumplen dos siglos de la publicación de Frankenstein; or, The Modern Prometheus y hay que celebrarlo. Lo más apasionante y rompedor del Moderno Prometeo es precisamente eso, que es muy, muy moderno. Menuda vuelta de tuerca. Nos lo recuerda, claro, pero esto ya no es el cansino mito de creación tantas veces amasado y reformulado en milenios y lugares variopintos. Aquí no hay magia, ni divinidades; y si las hay, son testigos mudos. Mary Shelley fue la primera en preguntarse qué pasaría si se pudiera crear una vida humana solo con ciencia. Qué magna responsabilidad. Toma desafío contra natura. Esto es muy importante. Vale que el galvanismo era trending topic, que si las noches de invierno volcánico, que si el sueño, que si Byron me reta a escribir la mejor historia de terror. Pero es que ganó ella por goleada. Mary Shelley era muy lista y dio a luz una obra enigmática y paradigmática. En todos los sentidos.

Tantas capas y temas de rabiosa actualidad: la bioética, los límites del conocimiento, el cuerpo, jugar a ser Dios, la monstruosidad. Tres voces narradoras masculinas ensamblan una novela en la que se lee sobre el Romanticismo y sobre la escritura en sí, pero también sobre la depresión postparto, la división de espacios, el aborto o el miedo a la sexualidad femenina. Y es que, veladamente, Shelley exorcizó sendos fantasmas biográficos como la muerte de su madre al traerla al mundo, la pérdida de dos hijos y, sobre todo, la lucha constante por hacerse oír, que son, por extensión, los de muchas mujeres. Y lo hizo casi adolescente para nuestros estándares, universalizando la alienación y el sinsentido de la existencia. Da para mucho. Claro, en Frankenstein convergen miedos y reticencias muy profundas: mujer escritora, ciencia ficción, filosofía.

Decía Diane Long Hoeveler (2003) que el análisis de esta novela acoge bien a las tres grandes escuelas de crítica feminista - británica, francesa y americana-. Pero cabe también la crítica postcolonial y la marxista, incluso la queer. Porque el monstruo -o la criatura, como prefiero llamarle- es muy queer. Es la representación de la marginalidad por excelencia, de lo liminal; el sumun antisistema. Un ejercicio de resistencia a la autoridad, incluida la de la propia Shelley. Gayatri Spivak apuntó sobre el susodicho (1992) que su enjundia residía en no haber salido de un útero, ni haber tenido infancia. Vamos, que se zafó del lastre psicoanalítico, lo cual a mí me recuerda al cíborg de Donna Haraway, de quien soy muy fan también. Y no es de extrañar, porque ambos operan en el mismo plano de simbolismo: el del ser esencial, no constreñido y, por imperativo histórico, reivindicativo. Menos mal que nos quedan la ficción y la teoría para oxigenar esta, la más larga y pacífica de las revoluciones. Y todavía hay que oír de vez en cuando que ya no es necesaria.

El núcleo de Frankenstein es que el monstruo lo hacemos y somos tod@s por una razón u otra. Es la muerte y lo que es peor, la vida.

Así que celebramos el bicentenario de una obra que habla como ninguna otra sobre la alteridad de la mujer y de cualquier grupo/individuo oprimido y discriminado; sobre las posibilidades y responsabilidades de la ciencia y sobre qué hacemos aquí. Las preguntas esenciales. En Frankenstein se ve que las mujeres pensamos mucho sobre lo que significa ser humano. Que tenemos voz. Incluso más allá de Alexa, Siri, Cortana, Silvia o Bixby. Quién se lo iba a decir a Ada Lovelace, hija de Byron y primera programadora computacional. Habrá que seguir luchando para que nuestras voces no se queden atrapadas en asistentes personales, por muy inteligentes que sean.

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