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Schiller ante Termidor

El idealismo alemán antes de la caída

Schiller ante Termidor

De Kant a Hegel, la historia del pensamiento occidental recorre un camino pavimentado con la piedra del optimismo. Cierto que dicha vía, a medida que cubre etapas, comienza a socavarse, al punto de que en la obra del autor de La fenomenología del espíritu se encuentran ya las bases que harán que la confianza en la razón salte por los aires al contacto con la realidad de mediados del XIX y, sobre todo, con el impulso demoledor que suponen el pensamiento de Marx, primero, y de Nietzsche, después.

En 1794, fecha de la edición original de las Cartas sobre la educación estética de la humanidad, aún estamos lejos de la crisis del idealismo alemán, si bien ya Schiller, al redactar sus textos en torno a la autonomía del arte, ha experimentado una primera decepción a propósito de las bondades de la perfectibilidad humana. Francia está alumbrando por esas fechas su Termidor, la época del terror blanco contra los jacobinos. Como Anatole France escribirá muchos años después, los dioses tienen sed. Esa necesidad de venganza hubo de aterrorizar a Schiller, y quizá sus Cartas no sean otra cosa que un intento por salvaguardar un lugar donde la codicia política no alcance.

De ahí, su idealismo. De ahí, también, la emoción que doscientos veinticinco años después de ser redactadas causan todavía en el lector contemporáneo, que ha frecuentado unos cuantos termidores. A las puertas de la Reacción, pues, viendo la deriva que la Revolución ha adoptado, Schiller postula la idea de que la belleza es nuestra segunda creadora. Complemento de la naturaleza, la creadora original, la belleza nos regala el don de la humanidad, el gozne entre dos principios en conflicto: los sentidos y el entendimiento. El empeño de Schiller es fiar a la educación estética la posibilidad de remontarse más allá del anhelo por conceptualizar el mundo, al tiempo que protege al ser humano de una vida contemplada sólo desde la perspectiva de la satisfacción de los apetitos. Un exceso de pensamiento nos separa de la vida; una plétora de vida nos condena al mecanicismo instintivo. La belleza, su ponderación y frecuentación, es ese justo medio que recompone las partes y concede al sujeto la humanidad sólo a él debida.

El programa, como se puede colegir, es de una ambición desmesurada. Y es justo notar que a Schiller, quien pronosticó que la belleza no realizaba ningún fin particular, intelectual ni moral, y que no nos ayudaba a cumplir un solo deber ni a esclarecer nuestro ingenio, la Historia le ha dado la razón en este punto. Cabe sin embargo preguntarse qué hubiera pensado al descubrir que en Buchenwald, no muy lejos de la Weimar donde vivió, escribió y filosofó como un príncipe de lo bello, algunos lectores de sus teorías estéticas se aplicaron a construir su particular Termidor. Quizá es ahí donde todo idealismo fracasa, al no contemplar al ser humano en la dimensión exacta que su cercanía promete: la de un asesino capaz de apreciar lo bello.

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