La Nueva España

La Nueva España

Contenido exclusivo para suscriptores digitales

Contra la ley de la gravedad

Cada partido supone para Ibrahimovic la posibilidad de seguir ejecutando una venganza que no responde a ninguna afrenta

Hay futbolistas así. Para quienes el juego no es un juego sino un desafío. Nunca un reto. El reto está relacionado con la imagen propia que ansías mostrarte a ti mismo; el desafío, con lo que ansías demostrarle a los demás. Demostrar, en cierta manera, no deja de ser mostrar, a quien sea, algo de lo que ya estabas seguro, una intuición, no un presentimiento, que desde dentro te sostenía (estar seguro, qué expresión tan pertinente a la hora de referirse uno a esta clase de fe, pues no es otra cosa sino la fe lo que nos permite hacer del juego un recordatorio). El desafío, por tanto, evidencia un desacuerdo. Y en constante desacuerdo ha desarrollado su carrera Zlatan Ibrahimovic, de lo que se deduce que a lo largo de su trayectoria el gigante sueco ha vivido, como todos, apoyado en la fe que se ha ido inventando, en la urgencia establecida como constante, en la necesidad de aunar la confianza con la convicción. Zlatan. Incluso su nombre desprende una extraña violencia. Hablo desde el oído, ¿desde qué otro sitio se podría escribir?

Campeón de las ligas holandesa, italiana, española y francesa, la simple presencia de su selección en la fase final de un gran torneo es ya considerada un éxito. Por si eso fuera poco, el atacante sueco ha de combatir, porque Ibra no juega, combate, con la evocación de la escuadra comandada por Tomas Brolin, el niño más serio del planeta, tercera en el Mundial del 94. Además, se está viendo privado, temporada tras temporada, de la gloria de la Champions, una competición a la que, para ser justos, le urge tanto ser conquistada por el talento indomable del sueco como al sueco le urge conquistarla cuanto antes. Los aficionados nos merecemos esa imagen. Ibra merece ese recuerdo. Ese peso fugaz sobre su cabeza que conlleve la desaparición de otro peso, en apariencia equivalente, pero en realidad mucho mayor bajo su pecho. Cada partido supone para Ibra la posibilidad de seguir ejecutando una venganza eterna e inaplazable que no responde a ninguna afrenta. Él, más que un ídolo y menos que un dios, vive tanto del aplauso como de la fe. Probablemente ahora, transcurridos los años, veamos al mejor Ibra posible, pues para el delantero sueco, formado en la lucha, el tiempo, el letal enemigo común, seguramente encarne la verdadera reválida, el único contrario honorable. Con la camiseta del Ajax, cuna de nueves específicos en su maravillosa y determinante anomalía, anotó contra el NAC Breda un tanto inolvidable, algo parecido a una invitación, una promesa, una razón para seguirle, para creer en él. Ibra no ve la portería desde cualquier sitio, la ve en cualquier sitio. Capaz de volverse aún más grande gracias a su elasticidad: el anhelo de ocupar la totalidad del espacio, de tener lo deseado más próximo, a Ibra, el último pegador, no le hace falta armar la pierna para golpear: impulsado únicamente por su determinación, todo es una ocasión para él por el hecho de ser él quien posee en ese instante la pelota o quien está, esté donde esté, cerca del arco, porque para el sueco, forjado en el taekwondo, "cerca" significa "frente a".

Yo no sé cómo se siente mientras se ata las botas, si se ve como un conquistador o como un superviviente, a qué imagen de sí mismo, a eso se reduce siempre todo, responde su fiereza. Guerrero antes que artista se sirve de la excelencia para imponerse en la batalla. Dotado de una coordinación prodigiosa destinada en principio a los jugadores de menor estatura, desde su metro noventa y cinco desafía también la gravedad. Cada amago, cada giro, cada recorte, supone una especie de burla pero al mismo tiempo un matiz, un retoque sutil en aquello que esculpe, una forma de fusión entre lo imaginado solo por él y lo visto por todos. La altura está ligada a la soledad. Pero no creo que Ibra se sienta solo cuando mira a su alrededor y no ve a nadie más. O quizá sí: en ocasiones la soledad no se debe a la distancia ni a la ausencia, sino a la expectativa, la esperanza vivida como una meta o, tal vez, la meta vivida como una esperanza, quién sabe. Para Ibra, la línea recta, más que el camino más corto, es el único camino. No esconde el balón, lo protege. Y lo enseña, confiado, como alguien que vuelve sin paraguas, como si sólo a él le perteneciese, y los demás, rivales, compañeros y aficionados no fuéramos más que testigos. De la arrogancia se nutre el talento, no al revés. El ego es la rúbrica pero también el lienzo. Por todo esto, yo, si algo le pido a las temporadas venideras, es lo mismo que le pedía a esta y que el bueno de Pellegrini y sus pupilos acaban de negarme: una Champions para Ibra, nada más que eso.

Compartir el artículo

stats