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Antonio Rico

Fútbol es fútbol

Antonio Rico

¿Para qué sirve Jerusalén?

El fútbol nunca debería provocar penas, sino sólo alegrías

En la película "El reino de los cielos", dirigida con su habitual potencia por Ridley Scott, encontramos un puñado de ideas absolutamente anacrónicas que de ningún modo podían estar presentes en la Jerusalén de finales del siglo XII: el pacifismo (el buen y sensato Tiberias dice al tremendo y sanguinario Guy de Lusignan que prefiere vivir con los hombres antes que matarlos), la integración y el reconocimiento del "otro" (Balian de Ibelin, el herrero convertido en defensor de Jerusalén, se pregunta quién tiene más derecho en Jerusalén, si el muro, la mezquita o el sepulcro, y responde que nadie porque todos -judíos, árabes y cristianos- tienen el mismo derecho; y el mismo rey Balduino IV considera que Jerusalén debe ser lugar de culto para todos los credos), la libertad (a punto de perder Jerusalén ante Saladino, Balian dice que lucha por el pueblo, por su libertad)? Bueno, "El reino de los cielos" es una película de aventuras y algo de romance, no una tesis doctoral sobre las cruzadas en Tierra Santa, así que no hay que ponerse nerviosos ante tanto pacifismo, tanto buen rollo y tanta apología de la libertad. Pero, además de todo esto, en la película de Scott hay una interesantísima reflexión a la que podemos sacar punta futbolística. Cuando Balian y Saladino llegan a un acuerdo de paz, después de un terrible asedio, y Balian decide rendir Jerusalén para no sacrificar más vidas, el cristiano pregunta a Saladino: "¿Cuánto vale Jerusalén?". Y Saladino responde "nada"; pero, mientras se aleja, Saladino se da la vuelta y apretando los puños dice: "todo". Nada y todo. Todo y nada. Eso es el fútbol, compañeros futboleros.

¿Cuánto vale una victoria del Barça en el Bernabéu, en el último segundo del partido, con gol de Messi, y después de un gol de James que parecía poner fin a la Liga? "Todo", dirá un culé. "Nada", dirá un madridista confiado en que su equipo finalmente ganará la Liga. Pero voy más allá. El fútbol sólo debería darnos enormes alegrías y pequeñas penas porque las victorias deberían alegrarnos la vida durante mucho tiempo, mientras que las derrotas sólo tendrían que durarnos el tiempo que se tarda en apagar el televisor o salir del estadio rumbo al hogar. ¿Cuánto vale una victoria? Todo. ¿Cuánto vale una derrota? Nada. Que los culés celebren la victoria en el Bernabéu con la alegría que la ocasión lo merece, y que los madridistas olviden la derrota ante el eterno rival con la velocidad de la luz o, con perdón, de Sergi Roberto en su viaje hacia la portería de Keylor Navas. Y ya está. El fútbol nunca debería provocar penas, sino sólo alegrías. El fútbol debería ser todo y nada, nada y todo. Y así se terminarían todas las broncas entre aficionados, todos los feísimos gestos de tipos como Roncero, todos los odios por culpa de una Jerusalén que, como decía Balian, debería acoger al muro, la mezquita y el sepulcro.

Patrick Johnston, un alto cargo de la Universidad de Belfast, dijo hace poco, sin que le estallara la cabeza, que estudiar el siglo VI no es útil para la sociedad. Premio a la estupidez del año. ¿Estudiar el siglo XII tampoco es útil para la sociedad? ¿No es útil conocer a Saladino, y entender por qué los hombres se mataron durante siglos por un sepulcro vacío? ¿Y el fútbol? ¿Es útil el fútbol para la sociedad? ¿Es útil conquistar Jerusalén, ganar un partido en casa del eterno rival, jugar una final de la Liga de Campeones? Preguntas tontas. Hay que estudiar el siglo VI, y entender el siglo XII, y alegrarse con las victorias futbolísticas, y olvidar las derrotas. ¿Para qué sirve estudiar el siglo VI? Para nada. Para todo. Como Jerusalén. Como el fútbol.

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