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El sufrimiento

Al Oviedo todo le está costando demasiado trabajo esta temporada

Lo peor del sufrimiento no es sufrir. Lo peor del sufrimiento es sufrir para nada. La Segunda División es el making off del fútbol, la parte de atrás donde se oyen los martillazos de los carpinteros que montan un escenario y donde se aprecia la ansiedad del especialista ante una escena de riesgo. Sufre el Oviedo y sufre la afición. Sufren ambos estos prolongados puntos suspensivos. Sufre el equipo pues no recuerdo un partido en el que se pudiera permitir un sesteo sin consecuencias desagradables. Cuando el juego se convierte en supervivencia, cada minuto de un encuentro es un campo de batalla sin espacio para las cortesías. Sufre la afición dos veces al ver que un ejercicio completo de abnegada pelea sólo sirve para recordar al portero zaragocista como a uno de esos personajes con el que nadie contaba. Y sufre también si, después de tanto padecimiento, lo único que se logra es posponer un desenlace. Todo le ha costado demasiado trabajo al Oviedo en esta liga. Su manera de competir ha ido de remache en remache: de la conducción al pelotazo y viceversa. Nada hay más desalentador que escuchar a la grada aplaudir un despeje o la recuperación de un balón. Es como aplaudir al trabajador que ficha a la hora en su trabajo. El Oviedo hizo lo que pudo ante un Zaragoza avejentado y marrullero, y aún así no fue suficiente. Da pena ver a un equipo como el maño arrastrándose por el campo y celebrando un empate como si hubiese descubierto la isla del tesoro. Que un club con su historial haya caído a donde ha caído es un síntoma de que en el fútbol de hoy en día el balón rueda por los despachos demasiado a menudo y cada vez más lejos de las áreas.

Como vivimos de lo símbolos, es decir, de milagro, se esgrime la foto de un niño desgañitándose en el Tartiere para que confiemos en que, con la siguiente vuelta de tuerca, funcione por fin el mecanismo y el resto del trayecto sea cuesta abajo. El equipo peleó, no hay lugar para el reproche. Sí lo hay para algunas pequeñas dudas: las habituales que se cuecen al calor de un brasero y de una mesa camilla, las que jugadores y entrenador considerarían impropias y típicas de quien no ha jugado al fútbol.

Aunque hay una parte de esperanza que no es falsa, ¿nos bastará con la afonía de un niño al que ya no le quedan canciones por cantar? Lo peor del sufrimiento es su banalidad. La obligación de llevarlo entre pecho y espalda como si fuese el impuesto requerido a un mal pagador. Hay gargantas que alzan la voz y otras que piden silencio. Aunque ambas desean lo mismo: que el verano del 2017 sea de nuevo el verano de nuestra infancia.

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