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Análisis

El Sporting necesita pasar por el diván

El Sporting necesita pasar por el diván de un buen psicoanalista para entender qué le ocurre a un club que en un año se ha cepillado a tres entrenadores de perfiles y pelajes muy diferentes, y cuando al menos dos ellos -Abelardo y Paco Herrera- se han ido al borde de la depresión y asegurando que no eran capaces de enderezar el rumbo del equipo. Tanto es así que en el club ya se preguntan cómo es posible que personas con la experiencia en el mundo del fútbol del Pitu y el entrenador catalán llegaran a un brutal punto de decaimiento que les empujara a tirar la toalla. Todo un expediente X.

Podría achacarse buena parte del problema al vestuario -que culpa tiene-, pero en este caso decir que los jugadores son los que han dinamitado la carrera en el Sporting de los últimos técnicos es una teoría que tiene poco sustento si se tiene en cuenta que en poco o nada se parece la plantilla que ha devorado a Herrera con la que descendió la pasada temporada ya con Rubi en el banquillo (por cierto, Rubi el entrenador de moda en Segunda División que tiene al Huesca líder).

Quizá el problema sea ese, los múltiples cambios y la incapacidad que tiene el Sporting para mantener una línea más o menos recta -la que permite la brutal dictadura del resultado- y apostar por proyectos de largo recorrido. Y ya no tanto en cuestión de técnicos -hay que ser realistas y asumir que en el fútbol español casos como el de Wenger o Ferguson, con décadas en el mismo puesto, son imposibles- sino de planteamiento y de filosofía.

Sí que el Sporting ha sido capaz en los últimos años, aunque en contadas ocasiones, de llevar una línea más o menos recta y cuando lo logró pudo volver a Primera. Pero fue a la fuerza, primero por el agujero negro en el que se convirtieron las cuentas y que estuvo a punto de tragárselo todo, y después por la prohibición de la Liga de fichar. Podría decirse que al Sporting moverse en la tranquilidad -deportiva, social y económica- no le sienta bien y que lo que le va es apuntarse a la épica y a los milagros. Y siempre con el agua a punto de llegar al cuello. Da la impresión de que la profesionalización de las distintas áreas del club por la que aboga el presidente del consejo de administración no funciona y el Sporting se ha empeñado en ser ese equipo de estrepitosas caídas y mágicos resurgimientos.

Y ahora, liquidada la etapa de Herrera, otro volantazo. La dirección deportiva -Javier Fernández no se cansa de repetir que las cuestiones de todo lo que rodea al balón las deciden los técnicos- ha optado por un perfil radicalmente diferente al de Herrera para tratar de que no sea una temporada perdida. De un preparador veterano, con más de 500 partidos en los banquillos, se ha pasado al joven Rubén Baraja, con pocas horas de vuelo como entrenador (más de medio centenar de partidos) y todavía sin grandes logros de los que presumir en su hoja de servicios. Quizá lo que busque Miguel Torrecilla con el cambio de perfil sea la de utilizar la ambición y ganas del exjugador del Valencia de hacerse un hueco en el mundo de los banquillos y que éste sea capaz de contagiársela a todos sus futbolistas. O, puestos a pensar mal, lo preocupante sería que Torrecilla picara a más puertas antes que a la de Baraja y que nadie contestara al otro lado al ver por la mirilla quién estaba llamando.

Sea como fuere, al Sporting le hace falta con urgencia dar con su Guardiola / Zidane para lograr una época de tranquilidad y que los seguidores rojiblancos puedan durante un tiempo dejar de visitar al cardiólogo. Si el honor de lograrlo se lo lleva Baraja, todos contentos. Aunque de mano no parece que el fichaje del Pipo haya levantado pasiones entre la hinchada rojiblanca, harta de tantas decepciones y promesas incumplidas, como la de asturianizar el equipo tras el fiasco de casi todos los fichajes de la temporada pasada.

De todas formas, Baraja se merece un voto de confianza. Lo que no tendrá serán los cien días de cortesía que se le dan a los políticos porque el objetivo ahora es volver a ganar e impedir que los puestos de ascenso se alejen todavía más. Luego, ya se podrá comenzar a exigir al técnico, que llega con todas las camas de la enfermería llenas. Por ejemplo, escrutar qué papel va a tener con él la cantera. O si realmente sabe a qué plaza llega, con un Molinón tenso y con el gatillo de los pañuelos y los silbidos más sensible de los últimos años. O si alguien, por mucho que ambas directivas hagan como si el eterno rival no existiera, ya le ha dicho que llega para jugar dos ligas al mismo tiempo: la del ascenso y la particular con el Real Oviedo. Porque en el ánimo del sportinguismo más militante -en ocasiones son más peligrosos los aficionados de corbata y americana que los gallitos de gimnasio con la esvástica tatuada en el pecho- pesa, y mucho, ver cómo el desplome del Sporting ha coincidido en el tiempo con las mejores semanas del equipo de Anquela.

Y luego está el cíclico hartazgo con la familia Fernández, que repunta o permanece en hibernación de forma paralela a los resultados. Ya llovió de aquellos tiempos en los que José Fernández -lejos del foco pero moviendo los hilos en la sombra más que nunca- aseguró que vendería el club cuando regresara a Primera. Desde entonces, el Sporting ha ascendido y descendido en dos ocasiones. El capitalismo y las democracias occidentales es lo que tienen: el respeto por la propiedad privada. Aunque en el caso de los clubes de fútbol la carga emocional que hay a su alrededor hace que sean empresas distintas al resto. En lo que una fábrica de tornillos y un equipo de fútbol son iguales es que para venderlo primero hay que querer hacerlo y luego que alguien quiera comprar y pagar lo que se pide. Otra posibilidad -nada recomendable- es esperar a un Chávez de la vida que ordene "¡exprópiese! Entonces sí que todos acabarían de cabeza en el diván del psicoanalista, y no sólo el Sporting.

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