El fútbol que vemos en la televisión ha perdido el norte. Todo en él es excesivo. Los sueldos de los jugadores, los halagos que reciben cuando ganan, los insultos que les dedican cuando pierden. Empieza a haber ya señales de agotamiento en un deporte que quieren transformar sin darse cuenta de que ya es un espectáculo en sí mismo: ni tan siquiera los mal llamados equipos grandes llenan hoy sus estadios.

De campos casi vacíos sabe bastante una estirpe de cronistas que lucha por no desaparecer. Que está muy alejada del ruido cotidiano que rodea a los equipos poderosos. Que hace un periodismo que linda con el servicio social: el de dar fe de hechos que acontecen cada fin de semana en miles de campos de fútbol de todo el mundo. Algunos de ellos no tienen tan siquiera grada. No digamos ya una cabina para la prensa.

Los periodistas que cubren los partidos de regional guardan las esencias de una forma de contar las cosas que va desapareciendo poco a poco, igual que el fútbol que relatan. En sus textos no hay espacio para las florituras. Se cuenta lo que pasa. Y punto. Y cada fin de semana ponen en los periódicos el nombre de un pueblo o de un barrio. Y el de sus jugadores. A los que tienen que puntuar, y a los que rara vez cascan un cero. Porque en regionales los periodistas siguen siendo buenas personas (cualidad imprescindible para ejercer el oficio, según Kapuscinski) y sobre todo porque los vas a ver cara a cara el próximo domingo.

A veces, oyen de lejos la celebración de los goles en los grandes estadios. Y tal vez sueñen con narrar un día partidos de alto nivel. Pero en el fondo son más felices allí abajo. En los terrenos de juego en los que todavía se pregunta, antes de entrar, si será mejor hacerlo con aluminio o con goma. Donde el fútbol aún huele a césped natural y se pueden oír las voces de los jugadores, a los que conocen por el nombre y sus circunstancias personales. En partidos en los que no puedes mirar un segundo para el móvil, porque si parpadeas, te puedes perder un gol. Y ahí sí que, de verdad, un gol es un milagro.

Los cronistas de regionales no tienen redes sociales. No se meten en líos. No enarbolan la bandera de "No al fútbol moderno" porque no lo conocen, ni falta que les hace -aunque a muchos de los que utilizamos ese lema nos vendría muy bien pasar más a menudo por esos campos-. No les dan las alineaciones impresas antes de comenzar el partido y no hay pantallas que repitan las mejores jugadas. A veces, incluso, tienen que redactar dos crónicas diferentes, para sendos medios. Y se tienen que inventar un pseudónimo y un estilo para cada uno de ellos. Lo apuntan todo en una libreta y, cuando llegan a casa, dictan por teléfono su relato.

Alfredo Martino, corresponsal de LA NUEVA ESPAÑA para los campos de Colloto, Lugones y Llanera, nos dejó hace días a los 59 años. Alegre y bonachón, trabajó toda su vida en la farmacia de los Alsas. Nacido en Granda, a los 15 años comenzó a escribir crónicas y no lo dejó hasta hace apenas un año, cuando la salud le impedía ya acudir a los campos. Le costaba caminar. Pero seguía queriendo ir. Su familia tuvo que obligarlo para que lo dejara. Aún así, alguna vez logró convencer a una de sus hijas para que lo acompañaran hasta allí. Conocía a todo el mundo. Si había algún jugador conocido en alguno de los equipos, puede que lo puntuara con un poco más de cariño. Apuntaba todo en su libreta, con un boli Bic de color negro. El móvil, solo para las llamadas.

Alfredo Martino es la demostración de que el periodismo es un oficio que se basa en la pasión, principal requisito para ejercerla. A él el fútbol lo volvía loco, era su vida. Y el día después compraba los periódicos para leer sus crónicas, que es algo que solo haces cuando tienes ilusión por lo que escribes.

Los Reyes le trajeron una camiseta del Real Oviedo. Le hizo la misma ilusión que a un niño pequeño. Con ella lo enterraron la semana pasada. El fútbol le debe mucho a personas como Alfredo Martino: cronista de Tercera. Cronista de primera.