Los derbis, que existen mucho antes que Twitter para sorpresa de algunos, son la sublimación del triunfo de lo pasional sobre lo racional en el mundo del fútbol. La plena identificación con la tribu de nuestros tiempos, que pugna con la que vive enfrente. Sporting y Oviedo son dos conceptos que se definen por sí mismos, pero también por contraposición, en un bendito y eterno pulso que agiganta más aún el compartido sentimiento de asturianía.

Pero eso no quiere decir que sean lo mismo. Al Carlos Tartiere va el domingo el equipo que juega en el estadio más antiguo de España, un club que ha parido leyendas sin solución de continuidad (como Quini y Villa, delanteros emblemáticos del balompié patrio), que ha sabido mantener a lo largo del tiempo una cantera admirada dentro y fuera, con una afición capaz de llenar gradas lejos de su casa, con un nombre que se echa de menos en Primera y con la envidiable capacidad de salvarse a sí mismo en el campo siempre que ha sido necesario, como hace no tanto lograron los "guajes" de Abelardo.

El sportinguismo es un enorme colectivo emocional que en sus casi 113 años ha vivido en unidad, a lo sumo sólo enfrentado a sus propios directivos. A través de sus gentes, baja a diario a la mina y sale a la mar, entra al chigre y a la fábrica, llega al colegio y a la Universidad, ensaya en el laboratorio, va a la hierba y, cada semana, echa la ilusión a volar. No toca hoy hablar de tácticas, fichajes y estadísticas. Quien no lo entienda, que evite coger el autobús.