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De cabeza

La palmera

Sobre Fabbrini, un futbolista diferente

Aún me sigue ocurriendo. Cuando veo palmeras en Asturias me doy cuenta de lo ancho que es el mundo y de lo poca cosa que somos. Los indianos plantaron palmeras como símbolo de su aventura en tierras tropicales. Pues de aventura cabe calificar dejar tu hogar y a los tuyos para buscarse la vida bien lejos.

Aunque insólitas, a fuerza de verlas entre nosotros, asumimos las palmeras como un elemento más de nuestro paisaje. Sin embargo, si uno se fija bien, acostumbrados a los robles, tejos o manzanos, la palmera es un árbol raro. Un toque exótico que distrae la vista de la uniformidad.

Cuando el Oviedo anunció el fichaje de Fabbrini, acudí enseguida (supongo que como la mayoría de los oviedistas) a recabar información sobre el italiano. Los datos y descripciones apuntaban a lo que en Italia denominan "fantasista": un jugador creativo, menos atlético, recio y calludo que el perfil habitual del futbolista italiano. Vamos, una palmera. Me entusiasmé con tener aquí a un heredero de la sutileza y levedad de Roberto Baggio (así de desbocada es mi imaginación) que además juega de mediapunta. Van desapareciendo casi por completo del fútbol actual los mediapuntas, como van desapareciendo en general los especialistas en este deporte saturado de polivalencia y versatilidad. Así que Fabbrini es una palmera datilera cuyos frutos son un bien escaso. Por eso el míster Anquela dijo de él que era un jugador distinto. Que nos daba algo que no teníamos.

Ilusionados con que el equipo fuera, si no el jardín del edén, al menos un jardín botánico de variadas especies, una poda inesperada le sobrevino a Fabbrini en forma de grave lesión. Y en pretemporada, que es como si un olmo diese peras.

Dicen que, de la poda, el árbol sale fortalecido. Eso quise pensar cuando lo vi jugar en el tramo final del partido contra el Albacete. Su exotismo se aprecia a simple vista por su querencia hacia el balón, su regate con el cuerpo y su deambular cansino pero elegante.

En esta ocasión, la palmera no me dejó ver el bosque hasta un rato después del pitido final: se nos habían escapado dos puntos. La cosa acabó en un soso cero a cero. El personal se debatía entre el disgusto y el práctico "punto ser punto". En cambio, ajeno a cualquier tipo de responsabilidad, yo sólo pensaba en un palmeral al sol mientras los goles, suaves como la brisa marina, se colaban dulces en la portería rival.

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