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Pablo González

Gijón ye diferente

Si Spain is different, Gijón, parte importante del "celtiberia show", ye distinto. Y en algunas cosas parece otro mundo. La última prueba de ello es el rechazo por parte de un veterano y activo accionista del Sporting -Víctor Díaz, el socio que logró que el club diera marcha atrás en el cambio del pantalón azul por el blanco del uniforme rojiblanco- a que el estadio de El Molinón lleve el apellido de Enrique Castro, Quini, en recuerdo eterno de la mayor leyenda del club gijonés, en plena riada de homenajes a El Brujo.

Díaz, desde la adoración por el 9, pone voz a los críticos con la medida tomada escasas horas después del fallecimiento de Quini por el Ayuntamiento de Gijón y se muestra ofendido por el "populismo de los políticos". Dejando a un lado que el involuntario protagonista del debate sea El Brujo, a este socio no le falta razón. ¡Qué mejor irían las cosas si los de los sueldos de dos mil y pico largos (o más) se pusieran de acuerdo tan rápido para todo! Pero ahora la discusión es otra.

Es más que probable que Quini no se sintiera cómodo ni con dar apellido al campo en el que lideró tantas tardes de gloria, ni con el debate que se ha abierto. Pero teniendo en cuenta su forma de vivir a pie de calle, alejado de misticismos patricios y de los endiosamientos del fútbol moderno, y partícipe, por su cercanía como ser humano, de las inquietudes plebeyas, es más que seguro que estaría de acuerdo con que la decisión sobre la denominación del campo pasara por las urnas.

Aunque al final, ocurriese lo que ocurriese en esa hipotética votación, iba a dar bastante igual salvo para formulismos y cuestiones oficiales. Y es que sería la gente y el uso de la costumbre los que acabarían por imponer el nombre del campo: ya sea con apellido o sin él. Ejemplo: en Villaviciosa, por mucho que las fuerzas vivas y el ejército astro-húngaro de la localidad se empeñaran, la plaza del Generalísimo era la plaza del Güevu. Aunque si hay que ponerse puristas, casi es preferible aceptar El Molinón-Enrique Castro, Quini, que tener que tragar -aunque sea a cambio de frescos y gruesos fajos de billetes- con que el campo más antiguo del país acabe llevando el nombre de una marca de ropa interior, de una empresa de telefonía, de una casa de apuestas o vaya usted a saber.

Se esté o no de acuerdo con el melón abierto por el socio 791 del Sporting, hay que asumir lo que hay: Gijón y los gijoneses, tengan o no ADN playu fetén, mantienen ese espíritu crítico, combativo y coñón de la ciudad fabril que ha dado mil y una anécdotas. Una puede ser aquella que contaba el añorado Dioni Viña cuando décadas atrás el Ayuntamiento decidió poner barandillas en la zona del Puerto Deportivo después de que más de un Seat 124 y algún que otro Simca 1000 acabaran en el fondo de las aguas de la dársena víctimas de un defectuoso freno de mano o de una fogosa pareja de amantes. Una vez instaladas las vallas para seguridad de todos, hubo quien se quejó porque "esas barandillas pa´lo único que van a servir ye para que una guaje se suba a ellas y acabe cayendo al agua". O aquella anécdota, ya en los tiempos en los que los correos electrónicos empezaban a conectar a los lectores con las redacciones de los periódicos, protagonizada por un vecino del Muro preocupado por la colocación de un lavapiés a pie de playa tras la reforma de la Escalerona. El ciudadano no se cansó de denunciar que el bidet de suelo rompía la estética de una de las señas de identidad de la ciudad. Semanas después de la inauguración de la obra, el mismo vecino enviaba al email de este periódico varias fotos en las que se observaban largas colas ante el lavapiés junto a un texto explicativo: "¡Esto es un escándalo! ¿Quién fue el ingeniero al que se le ocurrió poner un único lavapiés?". Quedaba claro que ya no había que quitarlo y que el error del Ayuntamiento fue no poner más.

Gijón es así, con capacidad de poner en duda el acuerdo municipal exprés para que El Molinón comparta nombre con El Brujo, un hombre que en su adiós ha concitado un sincero y unánime tsunami de cariño y de reconocimiento a su figura. Y, a pesar de ello, existe el derecho a discrepar sin tener que ser apabullado por la mayoría tuitera o de carne y hueso. El pensamiento único, además de aburrido, acaba siendo peligroso. Y aplicado a una ciudad como Gijón, la convertiría en un soso balneario de lo políticamente correcto. Para lo bueno y para lo malo, Gijón, el Sporting, son diferentes. O cuando menos peculiares. Y que dure.

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