Para el Valladolid el partido de ayer en el Tartiere era una cuestión de vida o muerte. Y los castellanos eligieron la vida. Los carbayones escogieron el susto. Los de Pucela fueron una apisonadora ante un Oviedo inofensivo, que no ataca y que parece que se siente bastante incómodo cuando cruza el campo rival con el balón. A no ser que el que la conduzca sea Berjón, claro. Los azules perdieron definitivamente el equilibrio en la segunda parte. En buena parte porque el equilibrista, Ramón Folch, no tuvo su día. Nada que reprocharle al catalán, que tanto le ha dado al equipo en lo que va de temporada. Hasta el mejor escribano tiene un borrón de vez en cuando. Pero cuando está ausente se nota y mucho.

Pero tampoco fue el día de Aarón, al que se llevan jornadas esperando a que dé algo más, ni el de Fabbrini, que no fue el jugador incisivo de otros partidos. No hubo puñal por el centro, ni se forzaron faltas cerca del área rival. Vamos, nada de nada.

No es que no haya pólvora allí arriba, el problema es que no se generan oportunidades para los que rondan el área las aprovechen. No hay más que ver que cuando al segundo bofetón el Oviedo espabiló, el equipo se echó para arriba, generó sus únicas oportunidades del partido y acabó marcando. Más por empuje que por juego. Porque los azules siguen a años luz de jugar al fútbol, tanto en la victoria como en la derrota.

Y perdonen, pero esta película ya la hemos visto las dos últimas temporadas, y el final no es agradable. El Oviedo está empeñado en caer en los mismos errores de otros años, a complicarse la vida cuando parece que tiene todo de cara. Quedan dieciocho puntos vitales, seis finales a vida o muerte. Así que confíen en los de Anquela.