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Emergencia

La escalada de violencia machista exige una estrategia global y despolitizada pero también la implicación ciudadana

El calendario alarga el verano hasta septiembre pero la excepción estival a la normalidad suele finalizar con agosto así que estos son ya tiempos de balances y hay uno que nos deja sumidos en el espanto y la vergüenza colectiva: nuestra sociedad tiene un problema extraordinariamente grave de violencia de género y, como derivada perversa, violencia contra los niños. Ha sido -está siendo- una especie de clímax del odio machista.

Parece una consigna, una llamada general a la consumación física del odio, una crueldad única que se acciona en serie a través de un mismo asesino capaz de asumir distintas identidades para replicarse en brotes inesperados. Pero los desprevenidos sólo somos nosotros porque cuando nos asomamos a la historia íntima de víctimas y victimarios, hallamos largos infiernos que fueron invisibles a los ojos del mundo hasta el hachazo final y el telediario. El monstruo sujetaba por el cuello a su rehén pero no supimos verlo.

Esta heladora constatación de haber convivido con la tragedia ignorándola, la hemos tenido tras el crimen de la hostelera gijonesa Sonia Meléndez Mitre. Su exnovio y empleado, Abdou Ndiaye está considerado presunto autor del delito. Quienes solíamos frecuentar la Vinatería Sinatra, regentada por la fallecida y en la que trabajaba su expareja, recuperamos tras el drama el recuerdo de sus rostros, voces y ademanes, breves conversaciones de barra, aparente concordia, alguna ironía, y lo reinterpretamos todo ahora con otra mirada, una especie de pavor y culpabilidad retroactivos.

El caso de Meléndez Mitre fue el comienzo para nosotros del túnel de los horrores que está siendo este verano, con crímenes tan abominables que hemos de pensar que quienes los perpetraron hubieron de deshumanizarse previamente aunque no acertamos a entender cómo. Pero lo hicieron y nosotros asistimos a ello, ahora lo sabemos.

Esta debacle humana perenne continúa en su inercia y hoy se está gestando en otros lugares, tiene nuevos rehenes, señala futuras víctimas. Es una auténtica emergencia que evidencia, por un lado, la insuficiente efectividad de las políticas desplegadas hasta ahora y, por tanto, la urgencia de medidas de choque y una estrategia global, integrada, despolitizada y sin fisuras frente a la amenaza. Pero también nos compromete como ciudadanos y ciudadanas. Nosotros también tenemos deberes.

Dos datos extraídos de informes recientes del Instituto Nacional de Estadística y el Ministerio de Sanidad, Servicios Sociales e Igualdad dan lugar a una profunda reflexión: sólo tres de cada diez mujeres se atreven a denunciar a su maltratador, a la vez que se incrementa de forma alarmante el número de menores que son víctimas de violencia de género. En otras palabras, nuestros jóvenes están clonando en sus relaciones el modelo tóxico y éste ha depurado magistralmente su capacidad de atenazar ala víctima.

Y así, en este mismo instante, la tragedia puede latir a nuestro lado o estar germinando en el mundo atolondrado y aparentemente feliz de nuestros hijos.

Es imprescindible mantener espacios de confianza y diálogo con nuestro entorno familiar, social o laboral donde se reafirmen valores compartidos pero también donde sea posible expresar temores, leer síntomas, anticiparse.

Puede ser vital algo tan simple como no quedarnos nunca con una duda acerca de lo que quizás esté sucediendo a nuestro lado. Inquirir, tender un puente, ofrecer con una simple pregunta, una intención expresa de apoyo, la mano salvadora a quien ha perdido el último tablón a flote en su íntimo naufragio.

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