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El final de la película

Reflexiones tras una ciclogénesis que no fue tal y sólo sirvió para embutir a mi chiquilla en ropa de abrigo

La amiga. La amiga del chico. Ésa va a ser la asesina". Así, un poco entre Jessica Fletcher y el teniente Colombo es como recuerdo a mi madre durante las sesiones de cine frente a la tele. Esas en las que veíamos películas siendo yo niña, cuando las diez de la noche parecía muy tarde y el salón de casa aun aglutinaba a toda la familia. Todavía no había llegado la adolescencia; todavía no había -pues- dispersión por las habitaciones en las que, una vez cumplidos los trece, perderíamos el tiempo y la vida colgadas al teléfono en conversaciones interminables con las amigas.

Pero este recuerdo, como digo, pertenece a un poco antes. Y la recuerdo así, digo, a mi madre, en el sofá diciendo "La amiga. La amiga del chico. Esa es la que va ser la asesina. Veréis como acierto". ¡Y sí, lo hacía!

Un poco porque, en efecto, mi madre es una mujer muy intuitiva. Y un poco porque a veces los argumentos cinematográficos son, de tan fáciles, obvios, y de predecibles aburridos. Pero mi madre acertaba dos de tres películas, y siempre concluía: "ves, tenía que haber sido guionista". Yo lo suscribía entonces, y por supuesto, ahora también lo suscribo.

El caso es que fue esa imagen de mi mamina y no otra, la que esta semana me vino a la cabeza justo cuando bajaba la cuesta de Cimavilla después de haber dejado a mi hija en el colegio. Era miércoles, día en el que la Agencia Estatal de Meteorología, la previsión meteorológica de mi móvil y la moza de la Primera que da el tiempo y cierra el espacio con un refrán cada día, habían dicho que llegaría a Gijón la ciclogénesis explosiva y los restos del huracán tropical Henry.

Y yo, que soy confiada y obediente, pues esa mañana antes de salir de casa ni miré grados por la ventana, ni saqué el dedo para ver si tiraba el viento, ni ná de ná. Lo que hice fue vestir a la chiquilla un poco como si el mundo se fuera acabar (que, ya se sabe, es una destreza de los padres), oséase: calcetos, botas de agua, camiseta larga para meter por dentro del pantalón y que no se salga, chaqueta abotonada hasta las cejas, chubasquero con forro y coleta. Sí, una firme coleta para que el viento no le metiera los pelos por los ojos ni se los sacara de detrás de las orejas.

Y así, con el uniforme contra inclemencias del tiempo, la llevé a la probe al colegio. Digo probe, porque fue salir del portal de casa y empezar a sudar la gota gorda bajo el cielo despejado y el sol arrollador que ya lucía y calentaba, sí, calentaba, a las nueve de la mañana Gijón.

Y bueno, un poco por no querer perder, un poco por no subir los tres pisos sin ascensor, pensé "Na, se nubla en cualquier momento"; pobre consuelo para mi ingenuidad por creer todo lo que dicen por la televisión, y un vaticinio chuchurrío de lo que iba a suceder y que, efectivamente, no sucedió en todo el día. Tan solo, al medio día, un viento más caliente de lo normal me ayudó a llegar a casa un poco más rápido de lo habitual.

Fue entonces cuando volví a recordar a mi madre jugando a acertar el final de la película y pensé que, en realidad, lo que más fastidia de que no acierten con la previsión del tiempo no es que uno se equivoque con la ropa, el equipamiento o incluso la fecha en la que decide viajar. Lo que más fastidia es que, de alguna manera, la diferencia entre la previsión y la realidad te arrebata esa tranquilidad, ese alivio que da sentir que en este mundo hay al menos una cosa que se puede prever y vaticinar; que hay algo predecible y no todo es un futuro incierto. Bueno, todo menos que "La amiga. La amiga del chico, será la asesina". Eso, si lo diz mi madre, segurísimo que será tal cual.

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