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Periférica

La precariedad ferroviaria gijonesa y los debates políticos sobre centralidad y pragmatismo

Hace unos días, tras una reunión de trabajo en Madrid de la que buena parte de los participantes regresábamos a nuestras respectivas comunidades en tren, tuve el honor de ser la última en llegar a casa, al borde de la medianoche, entumecida, descolgada ya del grupo de WhatsApp en el que los colegas se deseaban felices sueños tras haber cenado en sus hogares y compartido impresiones del encuentro, bendecidos por la alta velocidad mientras mi Alvia me asesinaba el tuétano con cinco horas y media de aire acondicionado helador, cambio de sentido en León, bocadillos agotados en la cafetería y un señor que tarareaba impenitente el canal de boleros.

Me sentí periférica absoluta y viví casi como una afrenta las muestras de piedad de mis compañeros de Zaragoza, Valencia o Málaga, ya en pijama en sus domicilios mientras yo arrastraba el trolley camino de casa, a oscuras, por un paso improvisado sobre lo que fueron las antiguas vías, haciendo de cabeza una lista de tareas una vez consiguiera descogelarme los metacarpos.

Me apeteció gritar a mis colegas "España me roba" si no fuera porque el lema ya está pillado e iría en contra de ese concepto de estado que nos enseñaron en la EGB y toda una inmensa minoría nos seguimos creyendo, ya con patética obstinación, incluso -aún más patético- Pajares arriba.

Tampoco ayudó en nada la odisea que había sido el intento de compra de billetes a través de renfe.com, con múltiples errores en la página e instrucciones contradictorias en la atención telefónica y online, para luego tener que acabar en la ventanilla, con el señor de chaleco y gafas de cerca de toda la vida, en vez de "mi nombre es Borja, en qué puedo ayudarle". Ni mejoró tampoco mi ánimo esa atmósfera de estación-apeadero en precario, que es lo que tenemos en esta ciudad, una precariedad ferroviaria de antología.

Así que cuando he escuchado a la ministra de Fomento, Ana Pastor, afirmar que la futura estación de Gijón ha de estar situada al lado del Museo del Ferrocarril, he tenido por un momento la fantasía de que, ya puestos, el museo volviera a ser nuestra estación, con sus andenes de piedra, sus guardajugas y expresos. Ya que vivimos en la pobreza periférica, al menos que tenga ese toque vintage y decadente que incluso puede ser reclamo turístico, como una Lisboa del Cantábrico.

Cuando los sueños se cronifican y se ponen en plan quimera esquiva, toda promesa suena a gloria, aunque la formule una ministra agotando ya legislatura y sin dineros previstos en los presupuestos que ha dejado hechos para por si vuelve. No me extraña que nuestra alcaldesa, Carmen Moriyón, haya regresado contenta, al menos alguien le ha dicho que habrá estación y que se encargará de construirla aunque todo lo demás esté en el aire. Yo también me he emocionado, lo confieso.

No sé ya si hemos de apelar a la centralidad para cambiar de sitio el proyecto de estación o al pragmatismo para dejar el proyecto donde estaba hasta ahora -el barrio de Moreda- y así acelerar de una vez su construcción. Pero, a estas alturas, quienes vivimos en esta ciudad -por lo demás, tan acogedora- nos merecemos un consenso político, una clara determinación de las administraciones, unos dineros sin condiciones, unos plazos realistas y una verdad para ser cumplida -que para eso son las verdades- en un aspecto tan determinante para el concejo como sus infraestructuras.

Creo que a los gijoneses y gijonesas ya nos importa menos dónde pongan finalmente la estación, que el simple y mero hecho de que ésta, de una vez por todas, exista.

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