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Autocancerígenos

La agresividad humana, imprescindible para la supervivencia en las cavernas, es hoy el principal acelerador del fin de nuestra especie, según el físico británico Stephen Hawking, que ha estimado incluso nuestra fecha de caducidad: será a principios del siglo XXIII de nuestra era. Vayan echando cuentas.

Salvo el factor alienígena, añade el premio "Príncipe de Asturias" de la Concordia 1989, los demás -fundamentalmente, inteligencia artificial y desarrollo nuclear desbocados- son derivadas de la actividad del hombre y convierten a éste en una especie de autocancerígeno sin que haya, por el momento, remedio conocido para evitar la extraordinaria exposición que tenemos a nosotros mismos y a nuestra rabiosa peligrosidad.

En este contexto cósmico, a mí los demás cancerígenos me parecen un juego de monopoly donde un día te haces rica y otro te hipotecan los hoteles pero al final, guardas las piezas en la caja y la vida te dice que te levantes cada mañana a sacar adelante a tu familia hasta que la parca te dé un silbidito.

Por eso he recibido la noticia del último informe de la Organización Mundial de la Salud sobre el potencial cancerígeno de las carnes, saboreando unas lonchitas de jamón serrano con viño da Ribeira Sacra -caldo de mis amados ancestros- puntuando así doble en el atentado contra mi salud, por la parte alcohólica y por la omnívora. No es provocación, de verdad, es búsqueda de la paz espiritual ante una sobredosis informativa de cancerígenos que nos tiene al borde del colapso intelectual.

La OMS ya alertó en su momento de que el aire que respiramos contiene sustancias que provocan anualmente la muerte de más de 220.000 personas en el mundo, en su mayoría, por cáncer de pulmón. Como dejar de respirar nos acelera inoportunamente la muerte, esta agencia internacional no se ha atrevido a recomendárnoslo aunque sí nos ha indicado dónde se encuentran las zonas de mayor concentración tóxica, casualmente los lugares donde nos obstinamos en habitar y ganarnos la vida: las grandes ciudades. La nuestra, de hecho, acaba de mostrarnos su potencial con los últimos picos de concentración tóxica en la atmósfera.

Estudios complementarios han puesto en la lista negra por cancerígenos el aluminio de los desodorantes, el plomo en las barras de labios, los solventes en las espumas de afeitar, las fragancias sintéticas de los jabones, los ftalatos en las lacas de uñas, el sulfato de sodio, el triclostón? aunque está al parecer por concluir el análisis de los más de 80.000 componentes que se combinan hasta el paroxismo en los productos en los que confiamos nuestra higiene doméstica y personal, así como nuestro modesto embellecimiento individual.

También se nos explica que ese potencial nocivo del aire, alimentos o productos de uso diario se desencadena en combinación con otros factores de riesgo aunque hay casos concretos en los que ellos solitos se pueden apañar para robarnos la salud, lo cual deja todo sometido a una imprecisión inquietante. Por ponerles un ejemplo, veganos ortodoxos pueden estar limpiando sus bañeras con un cancerígeno más potente que un carro de jamones de bellota o confiando en polvos de talco asesinos.

Como el último capítulo de la pesadilla cancerígena está protagonizado por la carne -todo un tótem de nuestra cultura gastronómica y nuestros sectores productivos- ello ha conseguido dejar en sensación de orfandad a los consumidores al tiempo que ha crispado a los productores. Pero todo pasará rápido, mi impresión es que nuestra aceptación íntima de que vivimos rodeados de riesgos y que nosotros somos nuestra principal amenaza, tendrá un rápido efecto corrector del pasmo inicial.

Son algunas pequeñas ventajas de nuestro innato talante autocancerígeno.

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