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La torre de mi pueblo | Párroco de San Pedro

Iniesta: el santo obispo rojo de Vallecas

Una figura respetada y señera en momentos clave de la historia española

La víspera de sus noventa y tres años, el obispo Alberto Iniesta se fue al cielo para ofrecerle, como los Reyes Magos, el cofre de su corazón rebosante del oro de su bondad, del incienso de su vida orante y litúrgica y la mirra del sacrificio hasta el rompimiento de su salud ofrecida en compromiso de vanguardia. Había nacido en Albacete el 4 de enero de 1923. El papa Francisco anunció la canonización de la Madre Teresa de Calcuta para este año del Jubileo de la Misericordia, porque su vida fue la Misericordia hecha carne humana en sus brazos que recogieron y abrazaron a tantos míseros desdichados recién nacidos o agonizantes en aquellas calles sucias y malolientes de la populosa urbe india que le ha servido a Dominique Lapierre para escribir esa experiencia de ternura y de amor que plasmó en "La ciudad de la alegría". Los que le conocimos, de cerca o de lejos y hemos seguido la vida de este obispo auxiliar de Madrid, que se asomaba puntualmente con un breve escrito en su ventana de "El cortavientos" en la revista Vida Nueva, no tendríamos inconveniente en solicitar la abreviación de plazos y clamar "santo súbito" para que recibiera ese reconocimiento eclesial de santo ejemplar, porque lo ha sido en hechos y palabras, con la mayor sencillez y humildad, en uno de los momentos más críticos de la sociedad y de la Iglesia española, como fueron los años convulsos de la transición. El cardenal Tarancón relata en sus Memorias que más de una vez "Nos ponía en un brete" (a la jerarquía eclesial) dejando entrever que aquel aprendiz de sastre y botones, de pluma incisiva y poética, de vocación tardía (recibió la ordenación a los 35 años) y que llegó a ser su obispo auxiliar en la gran capital madrileña, no era tan ingenuo como algunos creían, sino que esa apariencia era la estrategia para abrir nuevas presencias y formas de hacer cercano y humano el evangelio en medios, barrios, sectores y grupos lejanos, refractarios, alérgicos hasta entonces a todo lo que fuera eclesial y cristiano.

El cardenal habla que en diferentes ocasiones tuvo que defenderlo y disculparlo ante las autoridades gubernativas que querían seguir con una iglesia sometida y tutelada y que a él mismo le sirvió de ariete para abrir caminos conciliares a una iglesia que tenía que ser servidora del hombre e impulsar y favorecer un cambio democrático, como le había indicado el papa Pablo VI. Romper los muros de aquella fortaleza nacional-católica iba a acarrear tensiones y prender fuegos. Alberto Iniesta se reconoce a sí mismo como el que tuvo que ejercer más de bombero que de obispo en una España que se removía y reclamaba los derechos y libertades que le correspondían. En una de sus escritos cuanta que dedicaba los jueves a visitar en la cárcel a los sacerdotes penados por las homilías o reuniones ilícitas que permitían en los locales parroquiales, unos salían y otros entraban.

Se le conoció como el obispo rojo de Vallecas. Hoy nos reímos de aquellas rojerías. Uno de los hechos más significativos de su historia fue la organización de la Asamblea Cristiana de Vallecas que iba a celebrarse en el mes de marzo de 1975 y a ser inaugurada por el mismo Tarancón como primicia de una nueva imagen de iglesia conciliar "Pueblo de Dios" (al auxiliar le gustaba compararla con una colmena donde todos somos necesarios) y que fue suspendida tres horas antes de su comienzo por "peligro de alteración del orden público". Las relaciones con el gobierno, azuzadas por el sector católico más ultraconservador e inmovilista, estaban muy deterioradas. En aquel momento, la Asamblea de cristianos de Vallecas se vio como el epicentro donde podía estallar la tirante situación. ¡Mucha fuerza tenía la fe! Hubo que resignarse a suprimirla. No han transcurrido más que cuarenta años y hoy estos sucesos nos parecen increíbles. Cualquiera que haya conocido y tratado a Iniesta puede dar testimonio de que era una persona dialogante, yo diría que inofensiva, tolerante, siempre atenta y sonriente tratara con quien tratara, no tributaria de ninguna ideología, sino simplemente defensora -con una gran sencillez y naturalidad llamativa- de los derechos humanos y sociales, como valores cristianos esenciales. Desde luego, estuvo lo más lejos de querer ser el Quijote de aquel momento de la historia pasada, más que ser él protagonista le gustaba acompañar y respaldar a las personas y grupos comprometidos en la vida pública. Su presencia la cuidaba para que fuera de obispo y de evangelio neto.

A Asturias vino en alguna ocasión para impartir lecciones en la formación permanente del clero y para dar ejercicios espirituales a sacerdotes en la antigua casa de "El Bibio". Le unía una fiel amistad a D. Gabino. Recuerdo que asistió un grupo numeroso. Se le veía como icono del ejercicio del ministerio para el tiempo presente. Era uno de esos momentos álgidos en el debate del celibato y el sacerdocio ministerial de casados. Llamó la atención por la honda espiritualidad que transmitía y la claridad de sus puntos de vista en cuestiones debatidas, insistiendo en que era la hora en que se estaba gestando una nueva forma de transmitir el evangelio con las orientaciones conciliares en que no debiéramos malgastar el tiempo en "si son galgos o podencos". Su modo de pensar lo había expresado en un artículo que tituló: "Una Iglesia nueva para una España nueva". Tiene sesgo de profecía que se empieza a realizar. Como su misma forma de ser obispo. Su historia personal y episcopal encaja perfectamente con lo que dice el papa Francisco en la "Evangelli Gaudium". Respiraba y hacía respirar la alegría del Evangelio.

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