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El legado

La realidad del copago en las residencias públicas frente a la falsa apariencia de gratuidad

Siempre he defendido que la mejor herencia que padres y madres pueden dejar a sus hijos es una infancia feliz y una buena educación, que no tiene relación tanto con lo que se gasta en colegios, universidades y másteres como en el abrigo y la paz que los chiquillos han de encontrar en casa para tener recursos ante a los embates venideros de la vida. A partir de ahí, los bienes de los padres son fundamentalmente de propio uso y disfrute, sobremanera para tener colchón en la vejez. A la última llamada se acude ya desnudo de equipaje y lo que queda debería ser entendido por los herederos como el legado postrero del que se va, más que como un derecho sobre lo que un día fue de otro.

Como, a mayor abundancia, en Asturias heredar sale por un riñón, la verdad es que vale más acudir a esa cita de la vida con pocas expectativas y el corazón previamente agradecido porque es probable que acabemos teniendo que "repagar" lo que nuestros padres ya consideraban suyo y nuestro, hasta que llegó la administración y nos abrió los ojos a los vivos a esa desigualdad territorial en la que nos hallamos, un auténtico agravio comparativo en el que los asturianos salimos perdiendo.

El caso es que estos días también es noticia la desagradable sorpresa que miles de familias asturianas se han llevado al ser informadas de que habrán de abonar a la administración regional la deuda que sus parientes fallecidos generaron en su día al ser usuarios de residencias públicas. Algunas facturas son de cuatro ceros y están obligando a sus afectados a plantearse vender su vivienda o pedir un préstamo para hacerles frente.

Acostumbrados como estábamos a la gratuidad de lo público, ahora hemos de readaptarnos al concepto del copago, lo mismo para un medicamento que para nuestro cuidado integral de mayores. Las residencias públicas no son gratis, hay que asumirlo, tienen un precio cuyo importe se reparte entre lo que puede aportar el usuario y lo que compensa la administración. El detalle es que esa compensación es sólo un adelanto en el caso de que el finado deje propiedades y de su liquidación se pueda recuperar la ayuda pública.

Querríamos un mundo ideal con recursos suficientes para que no fuera necesaria la aportación personal de los mayores pero, puestos a escoger, francamente prefiero esta opción que no discrimina a quien no tiene -porque quien no tiene nada pagará- ante la alternativa de que sólo disfruten de una residencia para mayores quienes puede permitírsela, es decir, una minoría.

El problema en el caso de estas familias asturianas sorprendidas en su equilibrio económico por una factura inesperada es ese detalle, que fue inesperada. Los afectados dicen que ni ellos ni sus parientes fallecidos fueron convenientemente informados de la deuda que estaban generando, otros asumieron que ser beneficiarios de la Ley de Dependencia le eximía por lógica del copago. Los retrasos en la aplicación de esta norma, así como en la emisión de las polémicas facturas, algunas de las cuales datan de 2007, han hecho el resto.

Es evidente que uno o varios eslabones de esta cadena han fallado y no sólo la inocente presunción de gratuidad de los usuarios. Un sistema puede ser bueno a base de ser el menos malo pero acaba volviéndose destructivo en ciertas condiciones, por ejemplo cuando no es suficientemente transparente, cuando se producen dilaciones y retrasos, o cuando no es capaz de adaptarse a las casuísticas de nuestra sociedad diversa y, frente a todo eso, sólo sabe acantonarse en su legítimo derecho a cobrar.

Nuestros mayores, muchos de los cuales han vuelto a ser el sostén económico y moral de su familia cuando deberían disfrutar la paz sabia de la vejez, no se merecen estas arbitrariedades. Nada debería perturbarles, ni en los últimos años de su vida ni, después de muertos, en el legado que dejan a quienes les mantendrán vivos a través de la memoria.

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