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El hombre amputado

Publicidad sexista y el reto permanente de la convivencia

Ando estos días sumergida en la lectura de "El hombre que confundió a su mujer con un sombrero", del neurólogo británico Oliver Sacks y me he quedado absolutamente fascinada con el caso del joven que se despierta sobresaltado de noche, en la cama, con la sensación de que alguien le ha deslizado debajo de las sábanas una pierna previamente amputada a otra persona.

El horror es tal que el muchacho trata de echar del lecho al miembro intruso pero, al hacerlo, él mismo se cae tras él sin percibir que todo ocurre porque es su propia pierna la que, por una incomprensible y súbita patología, se ha vuelto irreconocible y ajena. Hacerle entender que en realidad forma parte de su propia naturaleza, es un proceso laborioso y no exento de dolor psíquico. Tiene que reconciliarse con lo que consideró una amenaza después de entender la razón que ha provocado tan antinatural ruptura.

El relato que hace Sacks de sus rarezas clínicas se parece a la contemplación de los pecados e infiernos pintados por El Bosco y aterra más en la medida que captamos que cualquiera de nosotros puede ser de pronto una de esas personas subyugadas por un fallo neurológico, lo que el propio experto denomina una "catástrofe" nerviosa.

Me ha atrapado la historia -real y repetida- del miembro propio que parece ajeno porque he empatizado íntimamente con el doble pavor que embarga a la víctima, aterrado primero por la proximidad de un ser extraño y después por la certeza de que no lo era, que formaba parte de sí. Es un proceso en el que, una y otra vez, me veo envuelta cuando llegan a mí crónicas de horrores cometidos por personas como usted y como yo, especialmente cuando las víctimas son niños o animales, es decir, cuando el abuso al indefenso no tiene atenuante posible, es el terror absoluto.

No me reconozco en mis congéneres cuando tengo noticias de guerras y terrorismos, violencias gratuitas y maltratos, abusos y desprecios al dolor ajeno. Me pone enferma saberme de la misma especie y he de realizar el ímprobo esfuerzo mental de concluir que precisamente es la misma especie la que, enferma, produce estos monstruos, que lo fácil sería amputarlos y lo difícil es desentrañar aquello que desencadenó su desnaturalización y tratar de neutralizarlo para regresarles al espacio del respeto mutuo.

He vuelto a vivir este síndrome al contemplar atónita la imagen que mi amiga Cristina ha compartido en la redes, la fotografía de un cartel publicitario expuesto en un bar de Ablaña. Un tal "Juanjo" -no figuran los apellidos- promociona novillas y semen -se interpreta que vacuno aunque no se especifica- y lo hace con la imagen de una vaca lechera rumiando a lo suyo en una pradera mientras en primer plano aparece una joven desnuda, de puntillas sobre la hierba, en un semiescorzo que le permite mostrar el trasero y, a la vez, el perfil del seno derecho mientras se recoge la melena con ambos brazos.

La chica está en actitud insinuante, como en un juego íntimo, lo cual choca con el contexto en el que la han colocado y vuelve todo incomprensible y surrealista. "Al mal tiempo, buena cara" y "concéntrate en tu negocio" son las dos reflexiones que propone el cartel, de calidad artística ínfima, patrocinado por tres marcas vinculadas al sector agroganadero y que se completa con el número de teléfono móvil del tal Juanjo como proveedor del semen y las novillas ya referidos.

El diseño -si es que puede entrar en esa categoría- es, en suma, una expresión de zafiedad machista de tal descarada y descarnada envergadura que más allá de indignar, casi deprime y pone a prueba la resistencia moral de quienes creemos tercamente en el bálsamo de la convivencia.

Independientemente de que el presunto anuncio pueda ser retirado después de la denuncia correspondiente -ya andan las redes movilizadas-, el horror subyacente del asunto es haberse asomado por un rato al paisaje mental de quien lo ha ideado, un mundo de mujeres cosificadas, expuestas en catálogo, objeto de burdas chanzas y guiños de semen, novillas y ubres.

Es en esos momentos cuando entiendo al atribulado paciente del doctor Sacks, que no puede aceptar la idea de que aquella pierna que le aterra sea carne de su carne. Tratar con respeto a quien no te respeta en vez de rendirse a la tentación de apartarle del resto es uno de los más definitivos retos del ser humano. Quizás nos coloque al borde de la locura pero, al final, es el único camino para no acabar sucumbiendo a ella.

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