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Crítica | Musicólogo

James Rhodes: el músico más allá de la música

El pianista inglés pone la nota clásica en el Festival con su particular directo

Fue una de las últimas incorporaciones al cartel del Gijón Sound Festival, pero la expectación por ver a James Rhodes en directo hizo volar las entradas y, antes de que comenzara el festival, el lleno estaba asegurado. La hora y el lugar son poco habituales para un festival, pero están acordes con lo extraño que a priori puede resultar encontrar obras de música clásica en un evento en el que predomina el rock y el pop de la escena independiente. Rhodes salió puntual al escenario situado en el centro de la iglesia e interpretó al piano obras de Bach, Beethoven y Chopin bajo la atenta mirada del público que lo rodeaba.

Cabría preguntarse, ¿por qué un concierto de piano con obras clásicas consigue agotar las entradas en pocos días? Podría ser la calidad del intérprete, pero a juzgar por lo que hemos visto el pasado sábado resulta difícil pensar que sea esta la razón. James Rhodes ha conseguido convertirse en el Glenn Gould del siglo XXI, construyendo un discurso que va más allá de la música que interpreta y de la manera en la que lo hace; ha sido capaz de construir un personaje sacando partido de una infancia truculenta aireada en los medios británicos y en su autobiografía (inicialmente vetada), "Instrumental", y desde hace años colabora con prensa ("Telegraph", "Guardian") y televisión ("BBC", "Channel 4"). Nadie puede negar que algo sabe de negocios, sobre todo si tenemos en cuenta que estuvo diez años trabajando en este ámbito en la City londinense y que en 2011 firmó un contrato por varios discos con la multinacional Warner.

Son demasiados ingredientes como para no sospechar de la supuesta autenticidad de su propuesta y de la actitud beligerante con los rituales formales de la música clásica. Cambia el frac por vaqueros y camisetas, pero estos atuendos son dos caras de la misma moneda, y es que el discurso de Rhodes mantiene y refuerza la distinción entre alta y baja cultura de la misma forma que lo puede hacer un Ara Malikian, adaptándose a la imagen de genio del siglo XXI: el pelo alborotado a lo Beethoven, la vestimenta informal, su autobiografía siempre presente en sus conciertos como garantía de autenticidad y una puesta en escena efectista, vestida de reinterpretación de los clásicos, con la que proponer una experiencia catártica y sublime a un público generalmente poco familiarizado con este repertorio.

Así fue el concierto del sábado en la iglesia de la Laboral. Rhodes salió al escenario con un jersey en el que se leía "Bach" y arrancó con la "Chacona en Re menor" de este compositor en la adaptación para piano de Busoni. Hasta ahí bien, el problema llegó con Chopin, cuando las notas de la "Polonesa Fantasía op. 61" comenzaron a amontonarse en la reverberación natural de la iglesia, generando una mezcolanza de frecuencias difícil de digerir. La expresividad de las obras se perdía desde los primeros compases y los matices se hacían inapreciables, al igual que las explicaciones y lecturas de pasajes de su libro entre cada tema, porque la reverberación del espacio las hacía ininteligibles a gran parte de los asistentes. De todos modos, el público parecía estar contento y comulgó con los cánones del mundo clásico: silencio sepulcral durante la interpretación, algunos ojos cerrados para percibir con más intensidad la música y ovación final para reclamar propinas. Nada nuevo bajo el sol.

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