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Hermano mayor

Rhodes y el programa de tutoría entre iguales en los centros educativos gijoneses

Coincide que en Gijón se está hablando estos días del programa educativo "Tutoría entre iguales" al tiempo que por la ciudad ha pasado como una exhalación el pianista británico James Rhodes para participar en el Gijón Sound Festival y demostrar que se puede sobrevivir al cataclismo de la violación infantil aferrándose a la música como salvavidas de semejante tragedia y como medio de expresar lo que después de estos y otros naufragios se pregunta el alma, ya en perpetua vigilia.

Lo que le ocurrió a Rhodes lo sabemos de primera mano porque él mismo lo narra en su libro "Instrumental. Memorias de música, medicina y locura". Es un relato descarnado, quirúrgico, extrañamente exento de autocompasión, perplejo y absolutamente conmovedor; una montaña rusa en la que conviene por momentos poner distancia -él mismo lo aconseja en ciertos pasajes- para no derrumbarse ante tal hiperrealista retrato de lo que el abuso puede hacer con una persona y sus intentos de construir una vida en mínimo equilibrio.

A Rhodes le violó regularmente durante años - y desde los seis- su profesor de gimnasia en un colegio de élite inglés sin que nadie a su alrededor viera síntoma de alerta. Su siguiente destino fue un internado en el que él mismo se ofrecía a profesores y compañeros -ya no concebía otra forma de relación- en una especie de mercadeo perverso que deja sin aliento al lector. Tampoco allí nadie vio nada.

La historia de este hombre está ahí, irreproducible, sólo aliviada por las piezas musicales que él mismo propone -y ofrece en Spotify- como acompañamiento para atenuar el horror y redimirse. Quien quiera acercarse a ella tendrá que asumir el inevitable sentimiento de culpa de asomarse a los infiernos vividos por seres absolutamente inocentes que, como sociedad, no supimos proteger.

"La vergüenza es el motivo por el que no se lo contamos a nadie. Las amenazas funcionan cierto tiempo, pero no años", razona Rhodes, "es la vergüenza la que asegura el silencio". Precisamente ese silencio cómplice entre la víctima y el abusón, cargado de vergüenza, indefensión y miedo, es el que tratan de dinamitar proyectos como el de tutoría entre iguales que pretende implantarse en los centros formativos de nuestra ciudad.

Las autoridades educativas subrayan la utilidad de estos programas en la lucha contra el abandono escolar, una herida por la que sangra nuestro sistema educativo, pero el enorme potencial de estas dinámicas reside en la vía de comunicación que se abre a cada alumno y alumna al que se asigna un tutor o mentor que no es un adulto -un ser muy alejado de su mundo- sino un compañero, alguien de su edad o de un curso superior pero con quien el diálogo es infinitamente más sencillo, incluso para decir las cosas que más cuestan. Una especie de hermano mayor.

Existen ya dentro y fuera de nuestras fronteras muchas experiencias en este campo y los resultados son indubitadamente positivos. Allí donde se abre un canal de comunicación, es más fácil prevenir y salir al paso de cualquier amenaza aunque sea la del simple aburrimiento que inspira una clase. Por otro lado, hacer a los chicos y chicas protagonistas y agentes activos de su propia historia, les ayuda a entender la responsabilidad consigo mismos y con el otro, la cooperación, la transparencia, el juego limpio.

Estoy viviendo en primera persona esta experiencia con un proyecto de tutoría entre iguales que he puesto en marcha en el centro en el que trabajo, el CIFP de Comunicación, Imagen y Sonido de Langreo. Quizás sea, les confieso, una de las experiencias más conmovedoras que he tenido desde que me dedico a la enseñanza. Casi puedo decir que empiezo a entender el sentido último de esta profesión gracias a lo que he visto que sucedía entre las personas que participaban en el proyecto. En nuestro caso, son exalumnos los que, sacando tiempo de su tiempo, prestan apoyo a nuestros estudiantes actuales, en forma de ratos de conversación y escucha, consejos, trucos, complicidad.

Me ha dolido mucho perder a alumnos y alumnas a los que he visto vitalmente muy desorientados; tengo sus nombres y rostros en la memoria. Y me aterra pensar en quienes pueden estar atravesando hoy una situación crítica sin que a su alrededor "nadie note nada".

No sé si a James Rhodes le hubiera sacado de su calvario un "hermano mayor". Leo su historia y no encuentro en esos centros de élite una sola alusión a alguien tratando de tenderle una mano. Pero puedo claramente escuchar en cada página, con años de distancia, sus gritos de auxilio.

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