Seis de la tarde, faltaban treinta minutos para que el big-bang de la apoteosis rojiblanca se pusiera en movimiento; las calderas de la pasión subían de temperatura, aguardaban en silencio. El miedo se debatía con la esperanza. Hasta las gaviotas que anidan en las cúpulas de ese gran vaticano que es el Molinón callaban temerosas. ¿Cómo lo ves?, le preguntó un cofrade a una vidente. "Fíu, no sé?". Mírame a los ojos, insistió. "Veo fiesta". Era la fiesta del Espíritu Santo. Pentecostés. El soplo divino iba a intervenir, aunque nadie lo sabía. Seis y media. Marchando una de Valium. Tilas, lexatines, valerianas, como moneda de cambio. Persignémonos. El balón en juego y la presión de las gradas, al fin se desató como las galernas. Hasta temblaba el césped, verde que te quiero verde. No hay otro igual, ni el del Bernabéu, ese donde se gastan en un jugador lo que vale dos veces toda la plantilla rojiblanca. En algo teníamos que ser los mejores: en prao.

Todo a una carta, o a dos, que a la orilla de otro río, el Guadalquivir, se bañaba la ansiedad y el pulso de una ciudad que se hermana en una sola religión: el Sporting. Un Sporting que por una vez en su vida iba a ser cabecera de telediarios.

Minuto nueve: el estallido. Jony, aquel chaval condenado a servir copas, o pizzas, o bombonas de butano, puso la mecha. De bolea, como los artistas. Hoy ya es un dios. La corriente del Piles avanzaba sosegada con los ojos puestos en el Benito Villamarín. Y de pronto la fe cayó en apostasía volviéndose sevillana. ¡Betis? Betis? Betis?!, clamaba la mareona. Y el corazón infartándose. Se hizo de rogar, como las buenas novias y hasta el inicio de la segunda parte, los once niños de María Santísima no pusieron el rejón en todo lo alto de la cerviz del Getafe. Chicos, ye lo que hay. Otro estallido, como la Bomba del Zar, aquella que contaba 50 megatones.

Era Pentecostés, y la ansiedad se paseaba por un Gijón desierto. Casi trescientas mil almas pegadas a las televisiones de pago. El reloj avanzaba con más calma que nunca, hasta el dos cero. La repera. Y dos uno en Sevilla. ¿Hay quién de más? No fue el árbitro quien sopló el pitido final, fue el Paráclito, que significa "el consolador, aquél que es invocado", es decir el Espíritu Santo, que tal día como el quince de mayo de 2016, se vistió de rojiblanco y estuvo en el Molinón. Sí, para alumbrar a una plantilla de ná, dirigida por un Pitu de la casa. Ya es mérito. Quedarse para competir con los mejores del mundo. La alegría se desbordó, era natural. ¿Quién puede resistirse? Enhorabuena, tuya, mía, de todos. De los muchachos, de El Pitu, de Gijón, de la mareona, que ya no es tal, sino un tsunami capaz de todo. Gracias.