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Alejandro Ortea

Varadero de Fomento

Alejandro Ortea

Tremendos desahogados

Ediles que, en estos tiempos, pleitean por las dietas en los consejos de empresas municipales

En este asunto de la depuradora de la zona Este, intentemos abstraernos de las decisiones pasadas, de las administraciones involucradas ajenas a la municipal, a los pleitos y sus sentencias, a los egoísmos desbocados y quedémonos en el momento presente: vertidos directos de aguas negras al mar. Y destaquemos con asombro la pasividad de la administración que más preocupación debería demostrar: la más cercana, la que, en teoría, debería preocuparse con mayor ahínco en el bienestar ciudadano y en la preservación del medioambiente. Porque una cosa es no tener la competencia y otra cosa es la despreocupación más absoluta. Así entienden estos campeones del moriyonato que padecemos como se ha de llevar el gobierno de la localidad.

En el prólogo de un libro de Antón Meana y Jesús Rodríguez, titulado "Un estadio de película. Historias de El Molinón, un campo centenario", el desaparecido Manolo Preciado decía textualmente que "Gijón siempre será mi casa. Es un lugar perfecto para vivir". Aquello fue publicado hace siete años y medio y se adaptaba como un guante a la realidad de la villa. ¿Y ahora? Habría que sentir mucho amor por la villa para decir que es el lugar perfecto para vivir. En eso nos han convertido estos aprendices de brujo que están desdibujando el perfil pujante y, al tiempo, amable de este balcón colgado sobre el Cantábrico. Otro libro, publicado recientemente, hace una reseña histórica de las pequeñas cosas cotidianas acaecidas al alcalde franquista que nos tocó durante los años sesenta del XX, Ignacio Bertrand, el mismo que consintió el desastre urbanístico que aún hoy es una de nuestras mayores lacras. Mancha biográfica suficiente para olvidar su recuerdo, para someterlo a una cierta clase de "damnatio memoriae" en los anales de esta maltratada villa marinera.

Se nos dirá que la crisis es formidable y que nuestro pueblo, como todos los de la provincia y la nación entera han de pagar con su cuota de miseria el decaimiento económico. Pero en algunos lugares es peor que en otros. Cierto que en otros pueblos, como sucede por aquí cerca, al ayuntamiento correspondiente le caen sentencias en contra que significan cuantiosísimas cantidades de dinero que hipotecan su futuro inversor de aquí a varios años. Pero, ¿qué importa el malestar general por hipotecas provocadas por pasados gestores que por inoperancia de los actuales?

Cierto que entre nosotros no se sembraron horteras farolas isabelinas de cinco tulipas, ni se proyectaron palacios a tutiplén, pero asistimos a una operación de gobernanza donde impera la desidia y se juega al escondite de las realidades para las que no se encuentra solución, en lugar de afrontarlas e intentar con imaginativa dedicación encontrar remedio o, cuando menos, alivio.

Aquí la única perseverancia es para que un grupo de concejales pongan pleitos al procomún en busca de unos euros de dieta por presidir consejos de nuestras empresas municipales. Para eso, los adláteres de la caritativa cirujana sí andan vivos. ¿Quién pretenderán que les pague los pleitos? Yendo como van de desahogo, igual pretenden que lo hagamos también los contribuyentes de la localidad. Esperemos que no lleguen a tanto y que, en espera de sentencia y conocer quién ha de cargar con las costas, las provisiones de fondos de los correspondientes letrados -que necesariamente han de ser particulares-, de haberlas, salgan del bolsillo de los demandantes.

Los mismos que son incapaces, por ejemplo, de calcular el perjuicio que las subvenciones para edificios degradados pueden acarrear a familias de ingresos modestos, andan vivos para reclamar lo que reputan como suyo a la hora de presidir el consejo de administración de una empresa municipal. Tamaña vergüenza es más que un síntoma: es la descripción de una patología política y social de marca mayor.

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