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Debates políticos irracionales

Un escenario dominado por la visceralidad que se aleja del argumento razonado

Cierto es que la razón es un concepto abstracto que necesitaría una petición de principio para justificarse a sí misma como valor universal inexcusable; y es por ello que la razón se convierte entonces en un instrumento válido y reconocido por todo el mundo para pensar, analizar, aclarar, etc. Pero si la razón es una razón ya siempre instrumental o funcional, entonces hay que preguntarse ¿en función de qué utilizo yo la razón como instrumento y con qué fines? Lo cual nos llevaría a los axiomas de los que partimos a la hora de razonar y elevar nuestro discurso al territorio de la objetividad; ese territorio donde todo el mundo pueda ver mi verdad con claridad y transparencia. Y entonces podríamos seguir haciéndonos preguntas: ¿De qué axiomas éticos o morales partimos? ¿Cuáles son las ideas o conceptos dominantes en nuestra vida?

Es una época en que se nos hace la boca agua hablando de igualdad, de derechos humanos, de la naturaleza, del planeta, etc.; y en consecuencia: de amor y comprensión hacia el otro, de aperturas a lo nuevo, de libertad para hacer lo que quiera con mi imaginación, con mi cuerpo, etc. Todo ello muy loado y deseado por cualquier persona libre y demócrata, pero lo sorprendente del caso es que cuando vamos más allá de nuestros gestos, de nuestras palabras, de nuestros estilos o tarjetas de presentación social; muchas veces los axiomas que dominan son otros. Se nota mucho a la hora de conversar, a la hora de debatir, a la hora de actuar en cosas concretas, que es donde podríamos darnos cuenta lo lejos que estamos a veces de nuestra identidad imaginada, de nuestras teóricas bondades universales.

Algo pasa cuando en los terrenos del debate y la conversación, la gente con demasiada normalidad, casi nunca nos escuchamos, ni dejamos razonar cuando se habla de política, de economía, de ideas en general, ya que lo que prevalece en nuestros escenarios de debate es la imposición de criterios ya aceptados de antemano como verdad inamovible; y entonces -sobre todo en política- se trata de afirmar de manera contundente y visceral el consabido: yo tengo razón y tú eres mi enemigo declarado mientras sigas en esa postura. Es por eso que las opiniones cuentan más que los argumentos razonados, ya que los buenos argumentos llevan tiempo, sosiego, capacidad de escuchar y nobleza a la hora de debatir o dialogar. Nuestra conducta concreta en los escenarios del debate o de las conversaciones informales suele ser visceral, autoritaria, cortante, excluyente, degradante muchas veces con quien no opina igual. Partimos de la idea del todo o nada ya que las ideas parecen ir por lotes prefabricados; o si no eres de los míos eres del enemigo, etc. Todo esto es de lo más normal en nuestro país (supongo que en otros también), pero ello nos hace ver lo mucho que en nuestra vida práctica nos podemos ir alejando de la razón y de los axiomas democráticos basados en la dignidad, respeto y libertad individual. Y lo más importante, la distancia que existe entre lo imaginado como identidad ideal, y la razón concreta y práctica que consciente o inconscientemente la contradice.

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