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Alejandro Ortea

Varadero de Fomento

Alejandro Ortea

Esos incómodos chiflados

Ciertas ocurrencias no deben ser alegremente permitidas por las molestias que ocasionan

Si todas las iniciativas en materia de regocijos populares y, por ende, de promoción turística, son del jaez de la última puesta en práctica por Divertia, vamos aviados en esta nuestra villa marinera. Con la disculpa de las bodas de plata del festival sidrero, lo alargaron a una semana de duración, mientras el concurso hípico de saltos ve degradada su condición de internacional oficial o sólo internacional, y de aquellos míticos nueve días de competición se pasó en su momento a seis, a estos genios de los festejos sólo se les ocurre, también con la disculpa de la bebida regional, montar una fiesta de "prau", de nada menos que cuatro días, en pleno centro de la ciudad. Y, como toda iniciativa escasamente reflexionada, ha ocasionado que saltasen chispas y no precisamente de alegría entre el vecindario de la zona de las desaparecidas estaciones de los trenes.

Y ahí tuvimos las romerías en el solarón de las vías, con sus poco soportables ruidos y los vecinos a quedar sin descanso. Como estos nuevos afectados por el ruido no estaban advertidos de lo que es tener a su vera la insoportable matraca de unos cacharritos o una orquesta pachanguera, convenientemente amplificada hasta el paroxismo, protestaron y llamaron a los guardias que, comprensivos, se acercaron al tenderete para obligar a los ruidosos a bajar el diapasón. La respuesta a esta actuación es de una cara dura que impresiona: se molestaron los organizadores del desaguisado porque les obliguen a bajar el diapasón, so capa del argumento de que protesta una minoría de vecinos, frente a una mayoría que pretende divertirse. ¡Sopla! ¿Y el inalienable derecho al descanso? Martínez Salvador, el figura al que parece haberle tocado en una rifa el papel de concejal de la cosa, despacha a los vecinos agraviados viniendo a decirles que aguanten que total son sólo cuatro días. Tamaña falta de sensibilidad y, probablemente a la legalidad vigente, dice mucho de la frivolidad y falta de sensibilidad de quien no merece la responsabilidad que detenta. Algún vecino o grupo de ellos acabarán poniendo un pleito y los tribunales, aunque tarde y mal, acabarán con el abuso y entonces ya no habrá argumento que valga sobre el derecho al descanso de una supuesta minoría y las ganas de borrachera y jarana de una controvertida y mucho más supuesta mayoría. De lo que no cabe duda, en fin, es que poner una orquestina y una barraca chigrera en pleno centro de la ciudad no es ninguna originalidad ni sirve de atracción turística. Como mucho, un mal entendido populismo que, a buen seguro, se volverá en contra de los pavisosos y un poco chiflados organizadores de los festejos.

Y, yéndonos a otros asuntos, hace ya unos cuantos años que un gobierno regional de la derecha en Asturias montó un chiringuito en Oviedo a un gijonés, Juan Bonifacio Lorenzo Benavente, consistente la sinecura en una filmoteca asturiana. Ahora, otro gobierno regional, tras años y años de disfrute, le retira el beneficio, tras veintitantos años de mamandurria, y, ya en edad de jubilación le despide. Pues menudo berrinche ha pillado el cesado Juan Bonifacio. Tras venir a autoproclamarse como una especie de único experto en historia del cine, se ha permitido hasta excitar las viejas rencillas entre la capital de la provincia y este pueblo nuestro pues, proclamó a los cuatro vientos, tras su defenestración había un contubernio: trasladar los fondos de la filmoteca regional desde Oviedo a Gijón, cosa que, al parecer, no estaba en el ánimo ni la imaginación de los responsables culturales del gobierno del Principado. La situación dio para escenas patéticas, como la protesta megáfono en mano del cesado en plena ovetense plaza de la Escandalera ni tan siquiera rodeado, el pobre, de un par de docenas de adláteres. Tal era el arraigo social de la institución que encabezó durante más tiempo del necesario. Cuando se pierde la razón, puede aparecer el delirio, cuestión que no es improbable en el caso que nos ocupa y, aparte de la conmiseración que produce, no puede dejarse que la cosa pase de rositas. Está bien que cada cual defienda lo que cree propio, pero de ahí a consentir la mendacidad y los infundios hay una traza que no se debe sobrepasar, salvo que superiores instancias indiquen que la cosa ha de ser tratada, más que como cuestión simplemente quijotesca, como patología médica digna de otro tipo de cuidados.

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