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Mil cincuenta mililitros

En la sala de tratamiento oncológico hay una enfermera -G. la llamaremos- que es feliz. Conoce a cada paciente y siempre se despide con un beso. Trabaja en la Planta -1, en una estancia con mucha luz y un exceso de motivos florales, con dos baños para treinta personas -un familiar por barba, mil cincuenta mililitros de carboplatino, cuatro horas de tratamiento-, diez televisores y cuatro enfermeros. Un lugar para el reconocimiento -agnitio- que induce una amistad real, porque es la derrota quien gobierna: un enfermo es espejo de todos.

Pero algo ha cambiado en el último mes. G. no sonríe, pierde los nervios, camina tensa de un lado a otro. Y es que sólo en este verano se han perdido casi once mil camas en centros hospitalarios debido a la falta de personal. Es éste el motivo de haberse mudado al sótano -antes se encontraba en la Planta 2, con la paradoja de tener enfrente Pediatría, como si la vida y la muerte deambularan en el mismo pasillo-, a un espacio abierto con más aforo y menos intimidad, con máquinas abrasivas y ese pitido continuo, porque alguien se ha movido o el tratamiento ha terminado. "Ya es suficiente padecimiento el cáncer -una enfermedad recordemos, para enfermos y familiares- como para andar jugando con la moral de la gente." Pero nada se puede hacer, el hospital no tiene recursos, hay que seguir hacia delante. "En fin, este mundo triste / que al que está vestido viste / y al que está desnudo lo desnuda", que decía Calderón.

Pero he aquí la paradoja: G. no ha venido hoy al trabajo. Dicen que se ha ido a un hospital privado, "uno muy bueno", harta de todo y a la búsqueda de más sueldo y tiempo libre. La sala, ahora, es un estudio para autómatas. Y mientras, pan para espectáculos, multitudes seducidas por discursos, un hombre a mi lado que dice haber perdido su abono y no encuentra sentido a la semana. Cuando todo acto es político, nuestra vida termina en la moral del pueblo. Y es que quizá, ahora, G. guarde su sonrisa para quien ha cometido desde un púlpito un error fatal en su discurso.

Mientras, un enfermero se acerca. "¿Eres Néstor? G. me ha hablado mucho de ti. Sé que escribes, me ha dejado uno de tus libros." Se sienta a mi lado, charla con nosotros. En el sillón de enfrente una mujer nos mira y sonríe. Vuelven a sonar las máquinas, porque el carboplatino ha terminado o alguien no está quieto. El enfermero acude al sillón, desconecta el aparato y le da un beso en la mejilla a la mujer. "Cinco minutos de suero y está lista para irse. Sonría. Con lo que ha pasado en esta hora no merece la pena llorar tres semanas."

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