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Bautismo de marca

Polémica en torno a la nueva ordenanza gijonesa de publicidad exterior que abre la posibilidad de patrocinar espacios públicos

Seguro que recuerdan a Isabel Pantoja cuando, en aquella película producida por Víctor Manuel en tiempos en los que la muchacha se dedicaba a cantar en vez de andar trafullando dineros, entonaba el "Yo soy ésa" y "lo mismo me llaman Carmen que Lolilla que Pilar, con lo que quieran llamarme me tengo que conformar". Y aquello venía a cuento porque la doliente protagonista de la copla era una prostituta cuyo cuerpo, comprado a ratos, tenía el nombre que decidieran quienes abonaran la correspondiente tarifa. Y con el cuerpo iba la identidad entera y el alma, y todas las emociones que en una copla caben que, como saben ustedes, son las del mundo conocido y más allá.

A mí, que -les confieso- soy muy sensible a la copla, siempre me ha estremecido esta metáfora de la infinita injusticia y crueldad de la prostitución, representada en la pérdida del propio el nombre, ése con el que no sólo te conocen los demás sino que una usa para ensimismarse, interpelarse y monologar.

Ando estos días con el estribillo rucándome en la cabeza en voz de nuestra tonadillera oficial a raíz de la propuesta de ordenanza de publicidad exterior redactada por el ayuntamiento de Gijón, cuya literatura es suficientemente laxa como para dar pie a que patrimonio o espacios públicos puedan eventualmente ser soporte de marcas comerciales previo pago de la correspondiente tarifa, sujeto el contrato a un plazo de tiempo tras el cual puede ser la misma marca u otra la que renombre el mencionado equipamiento y así sucesivamente.

Seamos francos, nuestro ayuntamiento no hace nada distinto a lo que otras corporaciones patrias o foriatas que, en vez de enfrentarse a la ola, se suben a su cresta y tratan de que la fuerza del mar les lleve lejos mientras, de paso, hacen caja. El asunto del "naming right", que así se denomina el formato -en anglosajón porque viene directamente del otro lado del Atlántico- está al orden del día en EEUU. Aulas de universidades, salas de museos, edificios históricos, teatros, estadios, plazas, estaciones, paradas de metro? son "patrocinados" por empresas que quieren poner su marca al lado del nombre del espacio o directamente en sustitución del mismo.

Madrid lo hizo con líneas y paradas de metro que Vodafone y Samsung han rebautizado y la polémica fue sonada, Barcelona lo sopesa también pero los casos no hacen más que multiplicarse. La bella y decadente Lisboa renombró su estación Baixa-Chiado como Baixa-Chiado PT Bluestation a cambio de costear la restauración de la misma; al saberlo, no pude evitar imaginar con un escalofrío todo lo que se podría renombrar en mi adorada Oporto. Como la compensación es multimillonaria y las receptoras son generalmente unas arcas públicas necesitadas de ingresos, se junta el hambre con la gana de comer y lo que se antojaba una aberración acaba pareciendo aceptable y paulatinamente se normaliza.

No es malo, es simplemente arriesgado. Esa línea invisible que separa lo que tiene precio de lo que no, se acaba desplazando tanto que al final todo parece ser susceptible de convertirse en soporte publicitario hasta el punto de perder parte de su identidad inicial, colectiva, sentimental, histórica. Se está poniendo estos días el ejemplo de El Molinón pero sinceramente creo que me dolería menos su renombramiento -y mira que me iba a doler- que el de otros espacios públicos gijoneses. Quizás porque la financiación por patrocinio, incluyendo el naming, es ya consustancial al deporte; ligas, clubes o estadios han cambiado de nombre sin rasgarse las vestiduras porque el dinero que fluye es un bálsamo contra el resquemor.

Sin embargo, saltan las alertas cuando se contempla, por ejemplo, lo que de unos años para acá ocurre en las universidades anglosajonas, sujetas a líneas de donaciones y patrocinios que condicionan sus investigaciones, priorizando unas y relegando otras hasta el punto de que la de Oxford alertó en su día de la necesidad de poner límite a un formato de financiación que podía estar socavando sus valores centenarios de excelencia.

Entre un extremo y otro están esos edificios, plazas y lugares tan nuestros, tan de todos que son capaces de recordarnos cotidianamente quienes somos individual y colectivamente sólo con existir y trascender nuestras vidas. Como reclama Naomi Klein en su ensayo "No logo", "los espacios sin marcas deben ser todavía posibles" como lo sería "una reserva natural". Mucho me temo que la canadiense, años después de haber escrito estas líneas, se esté temiendo que mañana una marca de telefonía acabe renombrando el Parque Nacional del Búfalo de los Bosques, en la provincia canadiense de Alberta, y como sea que lo llamen, todos allí se tengan que conformar.

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