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Otra maldita tarde de domingo

¿Y tú de qué trabajas?

El Arte no es un trabajo con mayúsculas porque nunca ha sido un voto necesario

Siempre se quejan los artistas. Siempre cuestionan el juicio a su trabajo. Diariamente se preguntan cómo una persona puede confundir un hobbie con una profesión. Si queréis ver enfadado a un actor es sencillo: preguntadle de qué trabaja. Con estas cinco palabras ya habéis anulado un costoso régimen de especialización, que discurre desde el último curso que ha pagado hasta el último casting que ha perdido, con la inseguridad que conlleva subirse a unas tablas y dictar lo que otros han propuesto, frente a un público que sólo le juzgará a él. Pero todos se quejan. Y es que el Arte no es un trabajo con mayúsculas, porque nunca ha sido un voto necesario. Y se entiende la pregunta.

Pero el debate acaba pronto. Crear una historia no requiere de un gran examen, ya que cualquiera puede hacerlo. Todo el mundo, quien más y quien menos, sabe narrar una batalla, ya sea desde la gracia inherente con que ha nacido o ante la pesada carga del pasado, en el transcurso de una charla o frente al papel en blanco: el reto consiste en hacerlo bien. Por lo tanto, el artista arrastra el doble cometido de escoger una historia sugerente y hacerla llegar de una forma imposible para el resto. Está obligado a persuadir por duplicado, un conflicto extraño para el resto de gremios, ya que todo el mundo sabe contar historias pero no todo el mundo puede ser electricista. He aquí la gran diferencia entre dos tipos de profesiones: el servicio de quien trabaja ante algo manifiestamente necesario y la urgencia de quien debe convencer a los del primer grupo, porque la batalla que ha escuchado tantas veces se le brinda ahora de una forma única y útil. Esta sería una de las maneras de evitar la consabida cuestión "¿Y tú de qué trabajas?".

Para quien quiera saber de su nacimiento, lo que nos motiva a pensar que la cultura es equiparable al resto de profesiones (y quien aquí firma ha vivido dos dígitos de horas laborables por día) es el hecho de su unión con la escuela. Cuando alguien lee a Shakespeare y se pregunta para qué sirve no está entendiendo lo que el maestro espera. No se trata de valorar estéticamente un pentámetro yámbico, sino de formar individuos que consigan ser referentes, proporcionar una coraza para la edad madura, que nadie se burle de nosotros en unas elecciones. La cultura es esto y algo más, y habrá que luchar por ello. Ahora que celebramos la aparente reapertura del teatro Arango (cuando aún suenan los ecos de aquel "Yo apoyo al teatro profesional asturiano", plataforma que quiso demostrar que las compañías son también empresas), vemos cómo los dos pilares, educación y cultura, están íntimamente ligados: si un alumno adquiere una base le son dadas herramientas para disfrutar de una pieza dramática, la cual será vista por más gente, la cual obtendrá beneficios, la cual será considerada como una empresa viable, educando a un conjunto de ciudadanos desde la peligrosa base de la competencia. Si esto no ocurre, seguiremos siendo autómatas en un país que siempre será más ancho que largo.

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