La Nueva España

La Nueva España

Contenido exclusivo para suscriptores digitales

Por libre

La gripe asturiana

La virulenta cepa de una enfermedad que está saturando los hospitales de la región

Con toda seguridad conocen la historia de la que fue bautizada como gripe española; una pandemia que a principios del siglo pasado, coincidiendo con la Gran Guerra, se cobró un número indeterminado de víctimas, que algunos expertos historiadores situarían por encima de los cincuenta millones de personas, con un índice de contagio cercano al 60% de la población mundial. Cifras ciertamente escalofriantes, más aún si tenemos en cuenta que la mayoría de esas víctimas fueron personas jóvenes. Llama también poderosamente la atención a los estudiosos del tema que el virus fuera capaz de propagarse mundialmente de la forma en la que lo hizo, cuando en aquella época no existía la facilidad para la movilidad entre países que existe en la actualidad. Hoy en día, por decirlo así, un virus puede despertar en la Patagonia y dormir el mismo día plácidamente en Madrid.

Pero dejando la historia a un lado y situándonos en el presente, podemos afirmar, a tenor de los datos que conocemos, que Asturias está atravesando uno de los periodos gripales más virulentos que se recuerdan en los últimos años y que, por desgracia, habría ya provocado la muerte de ocho personas (recordar que el año pasado fueron un total de dieciséis los fallecidos a causa de la gripe en nuestra región). Una cifra, la de este año, que podría probablemente aumentar, habida cuenta de que, cuando parecía que el virus estaba perdiendo fuerza, de repente, ha vuelto a repuntar, incluso con mayor virulencia, por lo que nadie tiene muy claro si lo peor ha pasado o está aún por llegar.

En mi caso, puedo decirles que desde hace casi un mes llevo arrastrando el maldito virus de la que me he permitido bautizar como gripe asturiana. Y es que ésta parece ser otra de las características de la cepa de este año: que tiene más cuerda que el simpático conejito de Duracell. Y menos mal que como persona de riego que soy me había vacunado; no quiero ni imaginarme de no haberlo hecho. Tal vez por esta circunstancia (el de pertenecer a uno de los grupos de riesgo), mi sensibilidad con el tema sea mayor de la que la mayoría de la gente tiene, y que ve la gripe como algo normal y que simplemente "hay que pasar". Y admito por ello que en determinadas ocasiones esta susceptibilidad particular mía raya casi en lo obsesivo. Como cuando hace unos días en el supermercado, al escuchar a una señora comentarle ufanamente a la frutera que se encontraba "un poquito mejor", pero que "¡vaya mala que estuve el día anterior!'" salí de allí por piernas tal cual hubiera escuchado que aquella mujer tuviera la lepra.

Y es que, bajo mi punto de vista, en ejemplos como el anterior radica la causa principal de la expansión del virus de la gripe: la escasa o nula concienciación que existe a la hora de poner los medios necesarios (y que además están a nuestro alcance) para evitar el contagio de los que nos rodean. Les aseguro que, con un mínimo de cuidado y siguiendo las recomendaciones que los profesionales de la salud nunca se casan de repetirnos, el número de casos no aumentaría de forma exponencial como está ocurriendo este año.

Soy perfectamente consciente de que mi mensaje será tan inútil y estéril como el de los citados profesionales. Que la gente seguirá así yendo con el "gripazo del siglo" a trabajar, al gimnasio o a tomarse unas copas con los amigos. Pero si hasta la mayoría de las marcas de medicamentos antigripales basan su publicidad en que con su producto podremos continuar con nuestra vida "como si nada"... Evitan por supuesto mencionar que continuando con esa vida "como si nada" lo que estamos consiguiendo es propagar el virus allá por donde vamos. ¿Qué les importa? En realidad, ellas así están haciendo su agosto en pleno invierno. "Ring, ring, caja", que decía el afamado periodista José María García.

Al final, como siempre, todo se reduce a una correcta educación de base. Sería así fundamental que desde niños (los primeros, por cierto, a los que muchas veces los padres envían al colegio enfermos, a base de meterles paracetamol o ibuprofeno hasta las cejas), se cultivaran unos hábitos y comportamientos responsables, que luego, ya en edad adulta, hagan que se asuma con la misma naturalidad el que alguien se ponga una bufanda si tiene frío en la garganta, que el que una persona con gripe (o con cualquier otro virus potencialmente contagioso) utilice mascarilla en caso de tener que entrar en contacto con otras personas. ¿Verdad que no es tan complicado de entender? Pues a tenor de lo visto cada año que pasa, me atrevería a decir que, por el contrario, se comprende cada vez menos.

Compartir el artículo

stats