La Nueva España

La Nueva España

Contenido exclusivo para suscriptores digitales

El oficio de vivir

Históricamente el escritor se ha visto envuelto de un halo romántico. Su público se lo imagina leyendo al calor de una chimenea, deambulando a solas en un puente o bebiendo con demencia en un bar, con una vida que para sí quisieran muchos. Sin embargo, la realidad es que completa su oficio con otros que de verdad dan dinero, paga pagar sus deudas, comer caliente y sacar al perro. Desde el servicio de Correos en que trabajaba Bukowski hasta la estación de aduanas de Melville, pasando por carteros (Faulkner), camareros (Atwood) y aseguradoras (Kafka). Porque la rentabilidad del ocio no es una opción hasta haber alcanzado un status, ya que no hay juez que dictamine qué es una verdadera obra de arte. Y el artista, que vive con dos tipos de hambre, entra en conflicto.

Una buena amiga, a la que admiro desde hace años, me dice que se ha olvidado de la caridad. Que la bondad, como decía Emerson, tiene un límite. Que hay que exigir por creación, confiar en uno mismo. Cada palabra se cobra, cada presencia se subraya. Esto obliga a jornadas maratonianas frente al ordenador y a continuos recordatorios a empresarios y editores para que abonen su cheque a tiempo, que casi siempre llega tarde y mal. Que se lo pregunten a una compañía de teatro que aguarda el pago de un ayuntamiento. O a cualquier músico. O a un fotógrafo. Todavía hay quien se sorprende cuando un escritor gana seis mil euros por un premio literario sin detenerse en cuántos borradores lleva detrás. Y muchos han emprendido estudios y mudanzas a grandes ciudades en busca de ese sueño, para percatarse, demasiado pronto, de que es la realidad la que manda. Hay que buscar un trabajo, pagar la renta y mirar que la nómina no se adueñe de uno, porque hay quien desea evolucionar en su creación, pero también quiere tener hijos, por poner un ejemplo. Vivir dignamente, cuando hay que sopesar de qué tipo de dignidad hablamos: si de la funcional en términos reales o de la plena en términos oníricos. Y el artista, que siempre tiene hambre, vuelve a entrar en conflicto.

En mi caso, que ahora escribo estas líneas, he pasado por cocinero, camarero, reponedor, jefe de sala, repostero y floristero, para recalar, obtenida ya mi licenciatura, en una librería que se acerca a lo que amo. Y no he podido evitar escribir en las situaciones más inverosímiles, ya sea tomando una comanda para seis mientras desarrollo un poema en otra hoja, ya sea estructurando una pieza mientras sirvo un cortado con sacarina. Lo más curioso es que quienes vivimos así somos los que acudimos al teatro, compramos los discos y pagamos en una exposición. Es interesante cómo todo queda en casa, cómo se cierra el círculo, cómo nos retroalimentamos. Cuando lo único que queda es convencer, a ese público extraño, que lo que hacemos merece la pena. Y que paguen, porque cuando algo es gratis parece que no vale nada, en más de un aspecto.

Compartir el artículo

stats