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Alejandro Ortea

Varadero de Fomento

Alejandro Ortea

Sectarismo teatral

Sobre la pretensión de algunos de programar espectáculos y artistas en función de sus preferencias ideológicas

Lo de Arturo Fernández, el veterano actor gijonés, es como es y a estas alturas ya no le podemos cambiar. Cada verano que pasa por Gijón con uno de sus espectáculos el aforo del teatro en donde actúa se completa. Porque Arturo cuenta con un público fiel en Gijón que le aprecia. Como siempre tiene que haber algún pero, a los "kichis" con corriente, tan crecidos ellos, no les gusta que el actor gijonés, aunque sea a taquilla y jugándose sus cuartos, se le reserven seis días en el taro Jovellanos para levantar su función. ¿Es por alguna cuestión artística? No. Es por cosa ideológica. A los de Podemos locales no les gusta que Arturo sea un señor más bien escorado a estribor y eso ya les parece una tacha suficiente para negarle el pan y la sal. A eso se le llama sencillamente sectarismo y casa mal con el sentido de la democracia. Si un señor es de derechas no puede actuar en un teatro público, aunque sea a taquilla y llene las butacas. Cabe sospechar qué clase de sociedad serían capaces de montar si mandaran del todo, qué desmanes o barbaridades cometerían en nombre de su ideología. Hay peligro en estos aprendices de dictadores. En el colmo de la desfachatez, uno de estos fenómenos podemitas se ha permitido aconsejar desde su sillón edilicio al artista que compre el Arango para actuar en él, como algún otro artista hizo en su momento. Este tipo de desahogos, diciéndole a la gente cómo se han de comportar o en qué invertir su capital, incluso sin conocer su cuantía, es típico de dictadorzuelos a la venezolana. Menos mal que Arturo Fernández tiene recorrido suficiente y está curado de espantos como para hacer frente él solito a tamaños desvergonzados, auténtica vergüenza de nuestra populosa villa marinera que, encima, se autoproclaman como únicos y verdaderos intérpretes de los deseos ciudadanos. De momento, y afortunadamente, no de una mayoría.

Las cosas en nuestro pueblo van poco a poco, como en breve parece que discurrirá el tránsito rodado: a la moderada velocidad de veinte kilómetros por hora dentro del núcleo de la ciudad. Viene al caso, pero a la inversa, la conocida anécdota de los que vaticinaban, cuando el inicio del ferrocarril, que los cuerpos humanos se vendrían a bajo con las tremendas velocidades que alcanzaría el nuevo invento -que no llegaba a los treinta kilómetros por hora-, pero ahora al revés: ya hay quien vaticina que los motores no resistirán velocidades tan bajas. En esta ciudad se hicieron desaparecer los tranvías allá a inicios de los 60 del XX bajo la disculpa de que se estaban convirtiendo un impedimento para los coches y que la solución para el transporte urbano local eran los autobuses. Ahora, parece que los coches son un impedimento para la vida ciudadana y que no queda más remedio que echar mano de los autobuses para el transporte público. Hubo hace años, sobre finales de los 90 un intento municipal de resucitar el tranvía, pero la idea no salió adelante por criterios similares a los que habían provocado su desaparición. Hoy día, con la velocidad máxima que se proyecta, hubiera sido el raíl urbano la solución óptima para una ciudad de nuestro tamaño, por lo menos en los trayectos que son ejes principales de nuestros más habituales desplazamientos. Solución a la que se uniría el inoperativo túnel que languidece inundado en nuestro subsuelo. Las modas van más rápido que la conclusión de los proyectos.

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