La Nueva España

La Nueva España

Contenido exclusivo para suscriptores digitales

Crítica / Teatro

Sucumbir al milagro de la palabra

Cuando el teatro logra su objetivo: transformar la vida de los espectadores

El Teatro, así, con mayúsculas, debe ser el arte capaz de transformar la vida de los espectadores que acuden a la sala y después, al abandonarla, vuelven a sus casas renovados. Pocas son las obras que consiguen esta ansiada pretensión de dramaturgos y compañías, en definitiva, toda una familia de actrices y actores que dedican su vida al noble arte de ser transparentes para que a través de su corporeidad y de la palabra, el milagro efímero y hondo del verbo, aparezcan como en un espejo, los rostros de los espectadores convertidos en roles significativos con los que identificarse.

"La vida secreta de mamá" tiene algo de todo esto. Sin entrar en la profundidad y la comicidad de la trama que desarrolla con auténtica maestría la autora, Concha Rodríguez, consigue acercar al espectador corriente todo un universo de realidades que no son tan parecidas y reconocibles que resulta casi imposible evadirse o sustraerse a lo que nos quiere contar: nada es lo que parece. Todos tenemos algo que ocultar, vivimos la vida que no nos pertenece, seríamos capaces de cualquier cosa antes de presentarnos ante el mundo como vulnerables.

En el proemio de esta crítica hablaba de la palabra, el valor hondo y significativo en la constitución de la esencia misma del teatro. Pues bien, la obra de Concha Rodríguez, más allá de estar premiada y valorada por público y crítica, es un pequeño monumento a la escritura bien trenzada, escrita sin prisa, con mimo y cuidada al extremo. De esta forma, el actor, la actriz, incluso el director, sólo tienen dos opciones: o bien entran de lleno en cada verbo, cada sílaba, cada frase, se dejan inundar de la belleza y la agonía -unamuniana, por cierto- o desisten de aceptar el papel.

No existen obras fáciles. Puede que no exista nada fácil en cualquiera de las artes que trajéramos a colación. Pero el teatro, donde todo puede ocurrir y ocurre, precisa de traductores fieles capaces de ser como el actor invisible de Yoshi Oida y no señalar magistralmente a la luna, sino mostrarnos la luna. Ésta es la pretensión de la autora y desde luego, la del director, Sergio Gayol, que una vez más vuelve a mostrar un teatro particular y una visión cerrada de un teatro desde la verdad con guiños aterciopelados hacia la veleidad y delicadeza de la propia palabra.

La propia autora desempeña con especial fruición y veracidad el papel difícil y comprometido de madre. Está hecho a su medida. Concha es actriz de raza, de las de antaño, algo alejada de las escuelas y de la técnica, pero cercana hasta lo imposible de la verdad de cada uno de sus roles. La voz, profunda y ronca, paladea como ningún otro actor de la compañía el delicioso texto y pone de relieve el drama dentro de la comedia, la acidez en medio de la cotidianidad. Es por tanto la persona a destacar entre todo un elenco de jóvenes actores y actrices que bien merecen el aplauso del público. Esteban García Ballesteros igualmente veraz, contundente y creíble. La pareja de padres es de una competencia permanente con respecto al resto del elenco. En este sentido, merece la pena destacar dos más. Ángela Tomé, sólida, precisa y crecida, tal vez más madura que de costumbre y ciertamente ajustada al rol encargado. Su transparencia y mirada coinciden plenamente con el teatro gestual de Sandro Cordero, Manuel hijo, que hizo las delicias de un público abierto a la comedia. Agradecemos el resto de papeles y valoramos sobremanera la evolución de una obra que ya tuve oportunidad de ver hace un año en Extremadura.

Dejo para el final la paradoja de los cientos de mujeres que abarrotaban el Jovellanos; esos silencios tras las palabras desgarradoras de la protagonista, las mismas protagonistas de toda una generación perdida de mujeres sin voz, más allá de la dignidad de su maternidad o el hecho de ser la esposa de o la convidada de piedra en cualquier acontecimiento. Concha Rodríguez les da voz y enmudecen ante la brutalidad con la que la autora se describe y se desnuda poniendo de manifiesto aquello con lo que abríamos estas líneas: el teatro está escrito para transformar la vida de los espectadores. Y así, a buen seguro que ha sido. En buena hora.

Compartir el artículo

stats