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Cincuenta epístolas a Bilbo (XXIII)

La desazón de aquellos episodios enfermizos fue la renuncia al juego

Menuda nochecita nos diste: una auténtica noche de perros. Contamos, al cabo de tan dichosa noche toledana, diez vomitadas repartidas por el pasillo (tres), el salón (cinco) y la cocina (dos). Desparramaste, en diez instantes disruptivos, diez vomitonas de una especie de papilla blancuzca asentada sobre una base de flema supergelatinosa difícil de apañar. Nos tuviste inquietos, intrigados, además de hacendosos a la fuerza. Llegamos a pensar de todo: que si el ataque de un virus raro; que si igual cogiste frío durante el callejeo previo nocturno y se te cortó la digestión; que si un común brote de gastroenteritis; que si a lo mejor comiste algo venenoso, en un descuido, a la tarde, en el rectángulo de césped habilitado como zona de perros junto al aparcamiento de Peritos que frecuentamos a diario? Corre el rumor por dichos dominios de que la vecina de uno de los pisos limítrofes -un tercero para más señas- arroja, cuando le pega un aire malo, trozos de carne envenenada porque ese pedazo de tepe, sostiene, es suyo y nada más que suyo: "Ni de los putos perros ni del puto Ayuntamiento", le oyeron gritar en algún arrebato.

El caso es que, si a las regurgitaciones añadimos una diarrea del copón bendito (vergüenza me daban los intentos inútiles, a ojos vistas, por atrapar con papel de rollo de cocina y bolsas de plástico las mierdas líquidas esparcidas sobre baldosas ranuradas), un triste miramiento desde tu larguirucho corpachón tiradín en el sofá, una inapetencia persistente y una desgana generalizada, todos tus malestares nos tuvieron bastante preocupados durante aquella segunda Semana de Pasión en conllevancia (claro que el dato de la efeméride te la soplará bien soplada).

Lo que, de aquellos episodios enfermizos, me produjo sobremanera desazón fue tu rotunda renuncia al juego. Vale que no compartieras nuestra mesa a la voraz espera de migajas. Vale que durmieras y durmieras horas enroscado. Vale que no te asomaras a fisgonear a la terraza. Vale que no probaras bocado ni sorbo de agua. Vale que rechazaras las chuches. Vale que no retorcieras las orejas como calcetines. Vale que nos miraras cual carnero degollado. Vale que mantuvieras el rabo inmoto. Vale que apenas transitaras por la casa. Vale que no intentaras colarte en nuestra habitación y subirte a nuestra cama. Vale que no manejaras tu testaruda insistencia para involucrarme a toda costa en peleas a brazo partido. Vale que, al sacarte a la calle, no tiraras como de costumbre ni prestaras atención a gaviotas, palomas y pardales; y un comino te interesaran los gatos escondidos debajo de los coches. Vale que ni ladraras ni te encresparas por nada?

Lo que, por insólito, me dejó aturdido, atolondrado fue ese brusco dimitir, ese abrupto desistir de cualquier conato de jugueteo, de cualquier intentona de retozamiento, de divertimiento, sabiéndote un consumado ludópata, un incansable jugón, un neoténico perdido. No te ofendas, Bilbo, que tampoco estas palabrejas pretenden insultar, ni, de aquella, me sentí en absoluto molesto o enfadado por tus dolencias ciertas, que bastante tuviste con sobrellevarlas sin mayores exhibiciones quejumbrosas, sin apenas signos quejicosos hasta que el veterinario te puso una inyección y te recetó un jarabe el Lunes de Pascua de Resurrección (no digas nada: te la sopla, te la pela, te la suda y te la refanfinfla).

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