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Cincuenta epístolas a Bilbo (XXVIII)

Más promesas electorales que le sopla la musa al filósofo y que se suman a la inspirada lista entre culete y culete de sidra

(Continuación). Séptima promesa electoral: Derogaremos la desigualdad. La desigualdad, en cualquiera de los mundos posibles: el primero, el tercero, los emergentes, los virtuales, los paralelos, los invisibles, los épicos, los terráqueos, los celestes, los inconclusos, los perdidos, los perros, los cochinos, los íntimos, los opuestos, los hipotéticos, los infinitos, los esotéricos, los tribales, los microscópicos, los fantásticos, los de papel, de cartón, de Yupi, los sutiles, ingrávidos y gentiles?, se cataloga de tres únicas maneras: insultante, superinsultante y requeteinsultante.

Octava promesa electoral: Las extendidas tácticas de avestruz, que ahora se esconden bajo el rimbombante título de políticas transversales, serán arrojadas al cubo de la basura. La política que no tapa los problemas, la que no se para en riesgos, la de verdad verdadera ocasiona numerosas y dolientes magulladuras a quienes la practican --muy poquitos, por desgracia, entre los conspicuos actores del tiempo presente. A pesar de que bien claro lo deja el conocido canturreo: "Manolete, Manolete, si no sabes torear pa qué te metes".

Novena promesa electoral: Convendrá al político debido, en esa bienintencionada tarea de engarce social, en esa necesaria búsqueda de trabazones grupales, mantener las distancias reglamentarias con los poderosos de medio pelo o completo jaez que, como las arañas, segregan por sistema viscosidades pegajosas.

Décima promesa electoral: Descartaremos al gobernante que -sea por inercia o por flaqueza- delegue las decisiones en los funcionarios de turno. Quien así procede se convierte en un burócrata, en un decisor pusilánime que renuncia a ejercer la responsabilidad que se le transfirió y aceptó voluntariamente, cobrando -lo que ya le ronca el mango- o sin cobrar -le ronca el mango igual.

Undécima promesa electoral: Uno empieza a estar hasta el mismísimo gorro de políticos estupendos, iluminados, engreídos como gallos de corral, infectados de asepsia, impolutos, renegados de la profesión política, según impone la moda. Uno no lo entiende. Uno permanece anclado en viejas usanzas. Uno piensa que intervenir en política consiste en decidir, actuar, en, como vulgarmente se dice, mojarse. Uno aprendió que no se puede atravesar una pradería sin aplastar margaritas. Uno sabe que gobernar significa tomar decisiones que afectan a los ciudadanos para bien o para mal, es decir, pisotear callos, implicarse hasta los tuétanos, mancharse las manos en el sentido que Sartre reivindicaba. Uno, por convicción y experiencia, se pregunta que si a un fontanero o a un sacerdote se les exige profesionalidad, ¿qué razón existe para no reclamársela a un político? Y la profesionalidad del político, como la del soldador, la del médico o la del futbolista no se improvisa. Ha de trabajarse, ha de programarse, ha de adiestrarse, ha de entrenarse, ha de mamarse, ha de vivirse. El trabajo político, mientras se ejerza, no es distinto a otra actividad profesional que se precie. Es más, defenderemos que la dedicación política, frente a frívolas e hipócritas corrientes de opinión, requiera vocación, preparación y retribución. No nos fiaremos de los advenedizos. Nos espantarán los amateurs.

Duodécima promesa electoral: Nos dedicaremos más a idear que a despotricar, a construir en vez de a despellejar. Nuestro pueblo tenderá a parecerse a Silicon Valley o a Manhattan, salvadas las distancias oceánicas. Y así, al tenor de los pronósticos de modernidad -ansiados y, por ahora fallidos, que solía formular Juan Cueto, el más ingenioso y cosmopolita de nuestros polígrafos-, si a esa dedicación nos aplicáramos, habría en el futuro una nutrida oferta de restaurantes japoneses en la villa y el Sporting, una temporada sí y otra también, jugaría la Champions League.

Sobrepasada la medianoche de cada quinto día de la semana, los solícitos númenes, fartucos de sidra, abandonan al filósofo, cuyo ánimo, Bilbo, en ese punto, se torna ácido, discutidor y un tanto insolente: "¡Venga ya otro culete, camarero, s'il vous plait! ¡Echa un culín, manín!".

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