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Cincuenta epístolas a Bilbo (XXXIII)

Memoria de hechos y sucedidos de 2014, el año de los poetas muertos

Mal fario, Bilbo. Borrosas señales jalonaron los derroteros del 2014, año de tu atormentado nacimiento en Salamanca. Sensaciones sobrecogedoras recorrieron ese 14, mismo año de tu suertudo refugio en Gijón. Se nos murieron en los márgenes de la estrofa que abarca, ciñe, empolla los versos que caben en una semana escasa Juan Gelman y José Emilio Pacheco, dos poetas del mismo vecindario, de la misma calle.

"No lloréis, mis ojos tristes, / si podéis; / tristes ojos, no lloréis".

Cuenta la fábula que érase una vez una araña que, al encontrarse con un ciempiés, le pregunta, entre curiosa y meticona, que cómo se las arregla para andar sustentado en ese contoneo complicado y sugerente. El ciempiés se paró a pensar la respuesta y? ya no volvió a caminar. Se paró de viejo el poeta Juan Gelman, a quien, de niño, su mamá repetía esa hablilla hasta la saciedad. Se supone que averiguó Gelman, al fin, los mecanismos arcanos de su escritura, mientras? "Cada día / me acerco más a mi esqueleto".

Otro que se descuidó, que nos desamparó, Félix Grande, también de por aquí, marca de la casa. Un sortilegio fatídico intentó convertir 2014 en el año de los poetas muertos, salvo que Fierabrás los defendiera a bálsamo y espada o Tragaldabas se zampara a toda la brujería maléfica que andaba echando mal de ojo a los endecasílabos. El año 2014 pareciose a un libro parroquial notado por finamientos, partidas de defunción de poetas. Ese 14, que lo sepas, adquirió tintes de pandemia lírica: obituarios asonantes, necrológicas estrofadas. Sin apenas respiro, nos acoquinaron, nos amilanaron las muertes de otros dos: Ana María Moix y Leopoldo María Panero. Será mejor callar. Que hablen, que escriban ellos, los poetas, que invadan, vivos o muertos, con el arma de la palabra ese tiempo que algunos dan en llamar eternidad y que a ti, Bilbi de toreyes de cachopo, se te da tres pitos.

La Nena, Ana María Moix, andará esculpiendo primorosos poemas en prosa sobre los mojones de la susodicha eternidad:

"Las gaviotas volvieron al mediodía y bajo el sol nos asesinaron con razón: habíamos echado a perder la playa con tantos sueños".

"Lo descubrí con la frente apoyada en el escaparate de la pastelería y en los ojos blancos, increíbles, le reconocí: era Dios y estuve a punto de decírselo: Te ves más viejo desde la última vez. Pero me pareció tan triste que hice como si no lo conociera".

"Tembló el mar como una golondrina cuando por fin comprendimos que no podíamos hacer otra cosa que vivir. Pero las ciudades estaban lejos y, como si una gran heladería hubiera caído a mis espaldas y me fuera imposible regresar, no puedo decir cuántos días tardé en averiguar que todas las calles desembocan en los muelles y qué triste es tener que abandonar las casas para que las paredes y los libros no nos vean llorar".

El último de nuestros poetas malditos, Leopoldo María Panero, habrá desparramado versos fesceninos de radical impudicia por entre los predios de la perpetuidad, gacho el pompis, las nalgas tensas, en igualita postura evacuadora, defecadora a la que tú adoptas en aceras, parques, o allá donde la gana te apriete:

"No es tu sexo lo que en tu sexo busco / sino ensuciar tu alma: / desflorar / con todo el barro de la vida / lo que aún no ha vivido".

"En la playa de la noche / mostraba mis ojos a las sirenas / que jugaban impunemente con mi pene / con el falo que en el lecho maloliente / deshacen los sueños y cae la piedra / del pensamiento al suelo".

¡Cállate ya, bicho! Ni me gruñas ni me bufes, que siempre haces igual cuando te recito un poema. No te me soliviantes. Quédate con aquello de que no hay mal que cien años dure o con eso otro de que después de la tempestad llega la calma. El 14 pasó y, sin darnos cuenta, anda boqueando el 17.

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