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Cincuenta epístolas a Bilbo (XXXVII)

La indiferencia de la lectura de Alice Munro en una jornada de tedio y abatimiento

La lectura de "Los secretos a voces" de la escritora Alice Munro me dejó como estaba: indiferente. No sé si la culpa reside en la autora, en la traducción o en el propio estado anímico -indefectible guarnición de todo acto lector, pues suele decirse que para que las emociones hiervan se requiere un caldo de cultivo adecuado-. O, vete tú a saber, al amparo de ese muy trillado dicho, la culpa sea viuda una vez más.

Le reconozco a la autora nombrada destreza en la composición y aderezamiento de historias y personajes, lo que otorga a sus piezas literarias una atractiva arquitectura coral; pero -lo siento- no conmueve, no revuelve las tripas, no dispara a matar, aunque lo intenta. No pretendo afirmar a bombo y platillo que a la Nobel le haya salido un tiro por la culata. Solo faltaba atrevimiento de tal espesor y calibre por mi parte. Consiéntase -suplico- esta insolente opinión como una arrogancia venial, como un parvo sacrilegio practicado con la boca pequeña.

Te propongo un experimento, Bilbo. Instálate un día cualquiera en tu ciudad de adopción. Las crónicas van de nutrias, tortugas y un reo. Las primeras, dicen los noticiarios, se ensañan con los patos del parque de Isabel la Católica. Los despluman. Los destrozan. Las segundas, dicen los noticiarios, se arrastran, errabundas, por las arenas de la playa de Poniente, despojadas de su último arraigo, de la fijeza de un hogar por sus mismos caseros. Mientras tanto, dicen también los noticiarios que un reo está a punto de salir de la cárcel al cabo de cuarenta años de presidio, condenado "in illo tempore" por un crimen múltiple que, revisado ahora el caso, se comprueba que no cometió. La película de la jornada podría titularse sin cuidado: "Las nutrias del parque, las tortugas abandonadas en la playa y el reo inocente", o "Lo que el día se llevó", o "De mustélidos, quelonios y a buenas horas, mangas verdes".

Podrás adivinar fácilmente que el cuento cotidiano así envasado desvela modos revenidos, maneras de escribir avinagradas seguramente corrompidas por la acedia que origina la lectura de Alice Munro. Mas no nos ensañemos con la Munro por un quítame allá esas flojeras, esos tedios insoportables. No le endiñemos, por dos centenares de páginas, tristezas irreductibles. Otros motivos habrá que expliquen los abatimientos. Motivos tales, por poner un ejemplo, como los que esgrime ante la clientela el camarero de El Café del Barrio, habitáculo donde te compongo los cincuenta bosquejos de este epistolario ya más que mediado:

-Esto de ser pobres no deja de ser una lata: nos ocupa todo el día.

A fuer de cursi -otro secreto a voces-, he de reconocerlo finalmente: solo tú deshilvanas este tupido fondo de saco ahíto de aciduladas flojedades; solo tú burlas a diario nuestro corriente y moliente callejón sin salida. Solo tú, balsámico Bilbo. Tan poca cosa. Tan poquita cosa.

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