Dicen nuestros bibliotecarios y libreros que las distopías están de moda, quizás por la impresión que tenemos -no sin fundamento- de que nos acercamos al fin de nuestra forma de vida conocida y al comienzo de un espacio inhóspito, deshumanizado, como los imaginados por Ray Bradbury, George Orwell o Aldous Huxley.

De esos tres posibles futuros y conforme consumimos el siglo XXI, encuentro más creíble y redondo el mundo feliz de Huxley pero hay algo en lo que todos coinciden: enfermar es un incordio que será convenientemente neutralizado o bien erradicado. Al menos en lo físico, porque los dolores del alma ya son otra cosa.

De ahí que Huxley, por ejemplo, imagine un medicamento universal denominado "Soma" que el estado suministra a los ciudadanos para garantizar su felicidad y alejar ideas perturbadoras formuladas entre interrogantes. Bradbury, por su parte, asume que los conatos suicidas serán difíciles de evitar, así que inventa unas unidades móviles que se personan al instante en los domicilios para succionar venenos y renovar sangres de los cuerpos inmolados y restaurar así su normalidad, haciéndoles despertar como de un buen sueño.

Lo cierto es que mientras caminamos hacia la distopía o la utopía -quiero creer que seguimos persiguiendo lo segundo- enfermedades y decrepitudes tenemos todavía para dar y tomar. Eso sí, curarnos o paliar nuestros achaques es casi gratis, al menos en nuestro mundo feliz nacional. Para garantizar la utopía de la atención universal y gratuita, el sistema consume ingentes recursos y no puede evitar colapsar a ratos, por ejemplo, con las epidemias de gripe. Los usuarios, por su parte, han aprendido a ser exigentes y dominan ciertas triquiñuelas: en caso de duda o dilación, a urgencias.

Mientras el sistema se recalienta y anda en eterno frágil equilibrio, las autoridades sanitarias asturianas han rescatado del olvido una propuesta que formuló Trinidad Jiménez cuando era ministra de Sanidad y que consistía en ofrecer a los usuarios y usuarias del sistema sanitario público una factura de carácter "informativo y pedagógico" de lo que su atención había supuesto al erario común. El PP dice que es preparatorio de un futuro copago, Podemos e IU no le ven utilidad y se preguntan por el coste añadido que supone esa gestión.

Yo tengo la impresión de que es una revoltura gripal que volverá a quedarse en agua de borrajas. Sin embargo, pienso que como ejercicio de transparencia y medida de concienciación sería muy útil: se trata de saber lo que nos cuesta permanecer sanos, no sólo en las macrocifras inabarcables de nuestros presupuestos sino en el detalle puntual de cada una de nuestras dolencias: las consultas, pruebas diagnósticas, intervenciones, medicación, prótesis... Sí, sabemos que la sanidad nos cuesta un riñón pero, realmente, ¿cuánto vale un riñón? En el fondo, no preferimos no saberlo.

Con un cálculo puntual y oportuno se saldría al paso, por ejemplo, de la reflexión egoísta e irreal de quienes proclaman que preferirían no pagar impuestos y sufragar su propio consumo sanitario. Generalmente son personas a quienes la salud, diosa caprichosa, ha sonreído de momento, así que tienen la sensación de que contribuyen para el otro. En efecto, de eso se trata. Es verdad que luego la diosa anterior sabe dar baños de realidad que explican por sí mismos la bondad del sistema, pero con factura desglosada, serían aún más instructivos.

Así que mientras oscilamos entre utopía y distopía, y resolvemos el misterio de los cuerpos que enferman, terapia de cuentas claras.